En entrevista con La Mañana la semana pasada, Gabriel Murara se refirió a la importancia de que un eventual acuerdo de libre comercio contemple las condiciones de competitividad actuales de la industria nacional. “Se dice que la industria cárnica y otras pagan más de U$S 200 millones para exportar y concuerdo que hay que buscar acuerdos para eso, pero ese arreglo no puede significar un costo de U$S 400 millones por afectación de las pymes”, expresó el actual presidente de la Cámara de la Industria Siderúrgica y expresidente de la Cámara de Industrias.
En efecto, es evidente que cualquier acuerdo producirá ganadores y perdedores. Algunas industrias y regiones se beneficiarán, mientras que otras se perjudicarán. La teoría ricardiana de las ventajas comparativas postula que la apertura comercial entre dos países es beneficiosa para ambos. Según este argumento, si cada país se concentra en producir los bienes en que goza de ventajas comparativas, los dos podrán expandir su producción con los recursos existentes. Esto lleva naturalmente a la especialización del trabajo y el comercio internacional. Pero también asume implícitamente que el mercado de trabajo nacional funciona de forma perfecta, por lo que un tornero se puede transformar rápidamente en maestro panadero o programador de software.
El argumento de las ventajas comparativas constituye uno de los pilares fundamentales de la teoría del comercio internacional. Pero si bien nadie niega la importancia que el intercambio comercial tiene en el desarrollo de las naciones, también es importante destacar que la realidad es mucho más compleja que un sencillo esquema pensado para promover los intereses del Imperio británico. La prueba del nueve es que ninguna de las “ventajas comparativas” de la India pudo materializarse hasta tanto esta Nación no lograra su independencia, permitiendo a Nehru implantar un plan de industrialización basado en los intereses de su país y no los de la Compañía Británica de las Indias Orientales.
En primer lugar, el argumento funciona si los dos países involucrados se encuentran limitados en los recursos de capital y trabajo, por lo que solo pueden expandir la producción –y consecuentemente sus ingresos– con una utilización más productiva de sus recursos. Si, en cambio, uno de los países tuviera grandes excedentes de mano de obra, consecuencia de un alto nivel de desempleo, el objetivo primario debería ser maximizar el empleo de la población, exportando si fuera necesario los excedentes a un precio suficiente para cubrir el costo marginal de las materias primas. Es por ello que Murara reclama “reglas claras”, explicando que si un producto “vale 110 en origen no puede venir a 35 para Uruguay”.
Algún tonto ilustrado podría llegar a entretener el pensamiento que, si un país está dispuesto a exportar a 35 lo que le cuesta 110, el que perdería sería el país extranjero por lo que no deberíamos preocuparnos ya que esto nos permitiría comprar bienes más baratos. Este fue el argumento que, con un gran apoyo “académico”, convirtió en millonarios a varios empresarios que, como el dueño de Wal-Mart, contribuyeron a diezmar los trabajos y el poder adquisitivo de la clase media estadounidense; proceso que J.D. Vance describe muy bien en Hillbilly Elegy. El resultado concreto es que una apertura que permita ese tipo de dumping condenaría a los sectores industriales perjudicados a su desaparición, dejando al país dependiente de importaciones de determinados productos, con todas las consecuencias que ello puede conllevar. En el extremo, esto puede conducir a una guerra. O menos dramáticamente, puede significar que terminemos pagando por agua jane o desodorante tres o cuatro veces su precio en el resto de la región, luego de haber fomentado ingenuamente el desmantelamiento de la industria nacional en esos sectores.
En segundo lugar, en una economía monetaria, cualquier cálculo de ventajas comparativas será dependiente del nivel del tipo de cambio real. Como bien lo recordó hace unos meses el presidente del BCU en entrevista con El País, el dólar no puede acompañar al sector que le va peor de la economía. Pero de eso se deduce lógicamente que, incidiendo sobre el nivel de tipo de cambio real, el BCU tiene la posibilidad de marcar la vara de los sectores considerados “no competitivos”, víctimas de esa famosa expresión de Schumpeter tan mal utilizada.
Efectivamente, si seguimos por esa trocha astoribergarista de atraso cambiario y creación destructiva, el país arriesgará ingresar a las puertas de un eventual TLC con China en condiciones desventajosas. Sería equivalente a mandar a los jugadores a la cancha en una final de copa del mundo sin que hubieran tenido oportunidad de calentar previamente. A los precios actuales, gran parte del comercio y los servicios fronterizos está en riesgo de desaparecer. La inflación en dólares del último año ha reducido sensiblemente también los márgenes del arroz y la lechería, dos sectores que no se han visto beneficiados por la suba de precios resultado del conflicto de Ucrania.
Si seguimos por este mismo derrotero, se visualizan con cierta nitidez dos alternativas de salida. Una sería un ajuste deflacionario del tipo propuesto por el Ec. López Murphy en la Argentina del 2001, medida que le garantizó su eyección del Ministerio de Economía luego de solo quince días en el puesto. Un camino similar, aunque no tan abrupto, fue el que delinearon en los hechos el ministro Bensión y sus asesores en los dos años que gobernaron la economía del país, previo a la crisis del 2002, algo que sorpresivamente pocos recuerdan en esta temporada de elegías a la “salida de la crisis”.
La otra sería cumplir con el sueño de Martínez de Hoz y sus adulones vernáculos, quienes pretendían convertirnos en una estancia de Gran Bretaña, reduciendo al empresariado nacional al rol de capataces de patrón ausente. Pero este no es el país con que soñaron y construyeron Batlle y Ordóñez, Manini Ríos y Domingo Arena. Mucho menos la forma de enfrentar desafíos a nuestra economía y sociedad, como debieron hacer oportunamente Gabriel Terra durante la crisis de los ´30 y Luis Batlle Berres cuando nuestro país perdió mercados de exportación con posterioridad a la Guerra de Corea.
Nuestro norte debe ser la generación de trabajo nacional de naturaleza concreta y tangible, no de esos que adornan las planillas de Excel con que la COMAP justifica exenciones fiscales millonarias.
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