Si bien en la historia de la humanidad siempre ha habido riqueza y pobreza, quizá nunca hubo mayor diferencia que hoy entre los extremos: entre los ricos verdaderamente ricos y los pobres realmente pobres. Sin embargo, también es cierto que, en el Uruguay de hoy, el acceso a la tecnología –en la forma de celulares y antenas de DirectTV– parece haber alcanzado hasta los hogares más humildes.
Hay quienes derrochan su dinero, haciendo gastos que claman al cielo, puesto que van mucho más allá de lo que necesitan para vivir muy bien. Estos se excusan en la idea –en principio lícita– de que cada uno es libre de hacer lo que quiere con el fruto de su trabajo. El materialista derrochón ama los objetos caros, pero no le importa demasiado su mayor o menor belleza. Por lo general, lo que le obsesiona es decirle a todo el mundo cuánto pagó por sus posesiones, aunque sean espantosas. Actúa, casi siempre, “pour la gallerie”: le importa mucho que los demás lo vean.
Del otro lado, hay quienes creen que parte del fruto de su trabajo se lo quedan los patrones y por eso su obsesión es igualar, con frecuencia para abajo. No quieren que nadie sea rico: si fuera por ellos, todos serían pobres. El materialista resentido suele también hacer ostentación de su falsa pobreza. La belleza es para él sinónimo de clase, una especie de capricho burgués, y por eso suele rendir un aparatoso culto al “feísmo”. También él tiene mal gusto. E igual que al derrochón, le encanta mostrarlo: actúa casi siempre, “pour la gallerie” …
Las coincidencias entre unos y otros son notorias: ambos se dejan llevar por un materialismo rampante, por una exagerada preocupación por el qué dirán y por un notorio mal gusto, por exceso o por defecto.
Ante estas dos actitudes, en las que lo importante es el materialismo, la apariencia y el mal gusto, se alza la figura del hombre noble y sencillo, serenamente austero. Ese hombre que. gane lo que gane y pertenezca a la clase social que pertenezca, por la educación recibida de sus padres, sabe gastar el poco o mucho dinero que tenga con prudencia, decoro y decencia. Sin ostentación. Sabe dar al que necesita, sabe vestir con dignidad y sabe buscar, encontrar y valorar la belleza.
Este hombre no es presa ni de un materialismo ostentoso y soberbio, ni de un resentimiento falsamente pobrista y auténticamente feista. Sabe lo que vale y obra de acuerdo con su dignidad de persona. Tiene claro que puede hacer lo que quiere con el fruto de su trabajo, pero también sabe que su libertad termina donde empieza su responsabilidad: con su familia, con sus amigos, con su Patria, con su fe.
Este hombre es consciente de que un acaudalado propietario –de casas, campos o industrias– es tan digno como aquel que solo posee un pequeño sueldo. No se acompleja ni por lo que tiene, ni por lo que de él dicen: solo le importa ser y mostrarse tal cual es. Aunque también sabe –a diferencia del materialista– que, a los ojos del Creador, no es más que un administrador de talentos y bienes que no debe esconder ni derrochar, sino acrecentar y transmitir a las generaciones futuras.
Este hombre sabe que debe dar fruto tanto en sentido material, como en sentido espiritual, que debe contribuir al bien, a la belleza y a la verdad en la sociedad en la que vive.
Esta sobriedad armónica y equilibrada, tan falta de estridencia como de pobretonería, es muy propia del caballero cristiano. Y aunque a veces estas virtudes de la sobriedad y la austeridad parezcan ir en retirada ante un creciente consumismo, todavía es posible observarlas. Sobre todo, en ambientes rústicos, bucólicos, que nos remontan invariablemente a un tiempo en el que la vida era más simple. Un tiempo en el que los hombres eran más felices, porque necesitaban menos para vivir: porque se contentaban con lo necesario.
Quizá a alguno le parezca que la austeridad –y la belleza que esta encierra–, son temas menores en un mundo que parece haber perdido el rumbo. Quizá tenga razón. Sin embargo, es tal el extremismo materialista en cualquiera de sus versiones que parece más necesario que nunca revalorar la sana austeridad. Una austeridad digna, sobria, elegante, que nos ayude a aquilatar la belleza de las cosas pequeñas, sencillas, equilibradas, armónicas. De cosas tan sencillas como plantas, flores, pájaros, animales y paisajes que alegran la vista, la imaginación y el oído, y dan paz –¡mucha paz!– al alma.
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