Quién hubiera podido pensar que luego de haber educado a decenas de miles de estudiantes sobre las bondades de la Revolución Cubana, destacados catedráticos iban a terminar implementando desde el gobierno relaciones entre el Estado y una multinacional similares a las imperantes en la Cuba pre-revolucionaria.
Atrás quedaron los textos de historia económica que pretendían demostrar cómo a través del “latifundio” la industria del azúcar había “esclavizado” la isla del Caribe; o la literatura que difundida en humanidades hablaba de una “aristocracia de la sacarosa” que todo lo dominaba.
En las facultades nos enseñaban los mecanismos de “dependencia” a través de los cuales la industria del azúcar terminó dominando la economía, la política y la sociedad cubana. También desde la CEPAL – el organismo de moda en aquella época-, destacados economistas utilizaban el ejemplo cubano para articular su teoría del centro y la periferia.
Esa dependencia se manifestaba de diversas maneras. Por un lado, EE. UU. compraba más del 80% del azúcar exportable, haciendo que la economía cubana fuera muy dependiente de un mercado y de un comprador. Por el otro se encontraba el resto de la industria exportadora, que al no recibir igual apoyo del Estado perdió competitividad y de a poco fue desapareciendo. Eso gradualmente condujo a Cuba hacia el “monocultivo”, lo que ató fatalmente la suerte de su economía a las condiciones de los mercados globales del azúcar. Sin ningún control sobre el destino del azúcar ni las condiciones en las cuales se ofrecía, el Estado cubano se limitaba a ofrecerle a la multinacional las condiciones para que produjera en territorio nacional al menor costo posible. De la renta ni hablar.
Pero la dependencia no se limitaba a las condiciones de venta del azúcar. Si la industria azucarera necesitaba ferrocarriles, entonces venía el Estado cubano a construirlos. El ferrocarril en Cuba no se desarrolló para satisfacer las necesidades del mercado interno y de la población, sino para transportar mercaderías de zonas remotas hacia los puertos de exportación de azúcar.
Al igual que Uruguay, la Gran Guerra generó un importante mercado para las exportaciones cubanas. Los europeos, que extraían azúcar de remolacha, no podían cultivar sus campos y esto llevo a que Cuba prácticamente duplicara su producción en pocos años. Pero cuando se derogó la enmienda Platt, que hacía de Cuba una colonia legal de EE.UU, en el ámbito de la 7ª.Conferencia Panamericana reunida en Montevideo en diciembre de1933 (con el apoyo expreso de Pedro Manini Ríos y Luis Alberto de Herrera), los norteamericanos empezaron a retirarse de Cuba.
Todavía en la década del ´50 Cuba representaba un tercio de las exportaciones mundiales de azúcar, y la Revolución Cubana pensó que iba a poder manejar la industria generando el mismo nivel de ingresos. Se equivocaron, porque a diferencia de otros productos, el mercado de azúcar es un oligopolio. En poco tiempo sucumbieron a manos de la URSS, que terminó comprando el azúcar a un precio subsidiado, fortaleciendo aún más su dependencia.
Habiendo enseñado esto tantos años y a tantos estudiantes, resulta difícil de comprender cómo las autoridades de la esquina Colonia y Paraguay no hayan logrado elevar la mirada y darse cuenta que estaban recreando el supuesto “monstruo” que habían combatido por años desde sus cómodos pupitres de facultad. Sobre todo cuando hasta el día de hoy existen retratos de Ernesto Guevara en el despacho de algún que otro funcionario de alto rango. ¿Cómo no lograron atar que el caso UPM y la industria azucarera cubana son dos casos de un mismo fenómeno?
Sin dudas constituye un retroceso para un país habituado a producir sus productos y venderlos en el extranjero libremente, que de un día para el otro una parte importante de las exportaciones salga de su control. Si mañana se fuera UPM de la manera que se fueron las empresas inglesas en su momento, ¿a quién le vamos a vender la celulosa?
No ocurre lo mismo con las industrias del arroz, la leche y la lana, donde generaciones de empresarios no solo han logrado producir bienes de calidad, sino que han sabido comercializar su producción directamente, accediendo y negociando con los mercados de destino.
Las similitudes entre UPM y la industria azucarera cubana son varias. Ambas condicionaron las inversiones en infraestructura del Estado, siendo la más importante la ferroviaria. Las dos pusieron en manos de empresas multinacionales el destino de una parte importante de la producción nacional. En los dos casos se terminó generando una relación simbiótica entre empresa y Estado, que en el caso cubano produjo condiciones que facilitaron la llegada de la revolución.
En una economía de mercado, las empresas privadas contratan recursos, y producen y venden sus productos y servicios. El Estado regula al sector privado e interviene directamente en casos que existan fallas de mercado. Cuando una empresa tiene tal poder sobre el Estado que tiene capacidad de condicionar las políticas, tanto la democracia como el buen funcionamiento de la economía se debilitan.
Es así que quedamos perplejos cuando escuchamos a las autoridades económicas hablar despectivamente de la virtual desaparición de sectores productivos. La semana pasada fue el ministro de Economía hablando sobre el arroz y la leche, esta vez le tocó al director de la OPP que con liviandad habló de las dificultades que atraviesa la lana.
Resulta claro que la mayoría de los integrantes del equipo económico trabajó toda la vida para el Estado, y desde esa perspectiva es posible que confundan repartir rentas con fomentar una actividad económica genuina.
Batlle y Ordoñez se enfrentó a una situación similar a principios del siglo XX con la industria frigorífica. Constatando que el oligopolio de los frigoríficos extranjeros actuaba en detrimento de las rentas de la principal fuente de riqueza del país, impulsó la creación del Frigorífico Nacional. Fueron ideas que en las décadas posteriores se desvirtuaron y fueron ellas mismas fuentes de nuevas distorsiones. Lo que reivindicamos es solo la idea original, que apuntaba a romper el monopolio extranjero, generando más competencia y permitiendo a los uruguayos retener la renta de su esfuerzo productivo.
Por lo tanto, resulta paradójico que acudiendo a una mala interpretación del legado progresista, se fomente de hecho desde el gobierno la creación de un oligopolio con dominio sobre un amplio espectro de la producción y con una capacidad política de la que no goza ninguna empresa o industria nacional. Peor aún, pagando miles de millones de dólares por ello. No menos preocupantes son las propuestas de algunos continuadores del gobierno, que arropados de Batllismo, en realidad defienden esquemas que nos retrotraen al “Uruguay factoría”.