La situación económico-financiera de las empresas uruguayas se viene deteriorando hace varios años. La pandemia encontró al país con una combinación de atraso cambiario, tarifas excesivas, presión fiscal y sobreregulación pergeñada por el dueto de Astori-Bergara que ya habían producido estragos en el sector productivo nacional. Esta solo empeoró una situación que ya era delicada.
Al día de hoy han transcurrido ocho meses desde que se declaró la pandemia. Las educidas reservas de liquidez con que contaban muchas empresas en aquel entonces se han agotado, y muchas de ellas han recurrido a aumentar el endeudamiento como forma de mantener su estructura en pie para el momento que la economía se recupere nuevamente. El Estado ha contribuido de varias formas para que las empresas puedan sobrellevar la situación, incluyendo los seguros de paro, la reprogramación de créditos del BROU y el otorgamiento de garantías de crédito mediante el sistema SIGA.
Pero todo esto tiene un costo para el país. Los seguros de paro han dado un nuevo empuje al déficit fiscal; y en la medida que este se financia con la emisión de deuda en dólares, produce aún más atraso cambiario, exacerbando el círculo vicioso en que nos dejaron Astori y sus juglares. En este contexto, ¿cómo harán las empresas para mantenerse solventes?
Si el Estado no puede seguir contrayendo deuda al infinito, mucho menos lo pueden hacer las empresas. Los bancos prestan fondos a empresas solventes, preferiblemente contra la garantía de bienes tangibles o cuentas a cobrar. Para que las empresas ameriten un aumento del crédito, es necesario que se incremente el valor de sus propiedades o el nivel de ventas. Es muy raro que un banco preste a una empresa para solventar sus pérdidas, salvo que la misma tenga garantía en exceso. O que el Estado garantice el crédito, como ocurre con el SIGA.
Esto nos lleva al siguiente problema. Todavía no sabemos cuándo terminará la pandemia, por lo cual resulta difícil estimar las necesidades financieras de las empresas. Lo que sí resulta claro es que las posibilidades de crédito voluntario por parte del sistema bancario privado se encuentran seriamente limitadas, a menos que el Estado esté dispuesto a expandir su sistema de garantías. En caso contrario, un número importante de empresas no tendrá otra alternativa que cerrar y despedir a su personal en forma permanente.
De esto se desprende que los programas de créditos garantizados con probabilidad se sigan expandiendo hasta que no acabe la pandemia, convirtiendo al Estado en acreedor de hecho de las empresas privadas. Esto se produce porque ante el no pago por parte del deudor, el mecanismo SIGA requiere que el banco otorgante ejecute el préstamo, de lo contrario la garantía del Estado perdería validez.
Claramente, la crisis provocada por la pandemia está mutando rápidamente hacia una crisis de deuda pública y privada. Ante una situación sistémica y generalizada de endeudamiento, resulta poco creíble que el Estado promueva la ejecución de un número indefinido de empresas, forzando a la economía a una depresión. Por lo tanto, es probable que a la salida de la pandemia el Estado deba encarar la resolución de esta deuda como una de sus prioridades.
En ese sentido, debemos tener presente el antecedente de la compra de carteras bancarias luego de la crisis del ´82. Si bien fue una condicionante de la banca extranjera para recapitalizar sus subsidiarias, parte del motivo era evitar una quiebra generalizada de empresas y una masiva transferencia en la propiedad de los activos. ¿Hubiera sido imaginable –o deseable- que una parte sustancial de las fábricas y los campos de nuestro país pasaran a ser propiedad del Bank of America o el Citibank? Claramente que no, y se buscó un mecanismo que hiciera menos traumático el ajuste para los uruguayos, encomendándole la tarea de la resolución de los créditos al Banco Central.
Este es el escenario que muchos analistas empiezan a avizorar, especialmente para el caso de los países emergentes que no cuentan con mercados de capitales, a los que las empresas puedan acudir para recomponer su deteriorado patrimonio. Y sin la posibilidad de recomponer su base de capital, no tendrán acceso a préstamos frescos del sistema bancario para financiar la recuperación. ¿Cómo se recapitalizarán entonces?
Ricardo Hausmann, en su última columna de Project Syndicate, propone que “las empresas familiares deben considerar las ventajas de aceptar nuevos accionistas y la resultante dilución de la autoridad de los miembros de la familia en la toma de decisiones, a menos que quieran ver cómo los competidores que sí aceptan a esos fondos les quitan el mercado… Los fondos globales, con el estímulo de instituciones como la IFC del Grupo Banco Mundial o IDB Invest, parte del BID, deberían crear fondos de ‘private equity’ para invertir en estos países”. Pequeño cambio estructural propone el profesor de la Universidad de Harvard. ¿Cómo hacemos para encontrarle socios a las pymes afectadas? ¿Cómo se valúa la empresa en este momento? Son todas preguntas para hacerse, y dado que estas ideas comienzan a manejarse en la comunidad de organismos internacionales, hay que estar preparados. ¿Podemos imaginar que gran parte de las empresas uruguayas terminen controladas por el Banco Mundial o el BID?
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