Uruguay siempre ha dado gran importancia a su laicidad. Pero…, ¿se trata de una laicidad “neutra” o flechada, ideologizada? Tomemos por ejemplo el caso de la educación. Si la maestra dice que “París es la capital de Francia y no de Japón”, o “2 + 2 = 4”, está afirmando verdades objetivas. Pero si da su opinión sobre las causas concretas que condujeron al golpe de Estado de 1973, la cosa se vuelve más complicada, porque hay docentes –y padres– pueden opinar de manera distinta.
Sin embargo, estos temas –y otros, como los relacionados con la sexualidad de niños y adolescentes– son tratados ampliamente en la educación pública, en base a la peculiar opinión que sobre ellos tienen los docentes, sin considerar en absoluto la opinión de los padres.
¿Qué autoridad moral tiene entonces el Estado para excluir la religión? El motivo –dicen– es que la religión corresponde al ámbito “privado”. Pero… ¿acaso las opiniones políticas, históricas, filosóficas de cada uno, no son privadas? ¿Acaso la sexualidad no es el tema más privado, íntimo y personal que pueda existir? Y si tanto importa el ámbito privado… ¿por qué es tan difícil para los padres gozar de absoluta libertad para educar a sus hijos en sus hogares? Nadie más que ellos tiene el deber y el derecho de educarlos.
Se dice que el concepto de neutralidad del Estado en materia religiosa surgió con el objetivo de poner fin a las denominadas “guerras de religión” que en su momento asolaron Europa –aunque la religión fue una excusa: los motivos verdaderos fueron el dinero y el poder–. La idea era que los Estados dejaran de tener una religión “oficial” y que, desde una postura neutral, se garantizara la libertad de cada persona para profesar su religión.
Esta concepción de la laicidad –el Estado neutral ante la religión–, aparentemente es menos mala que el laicismo, que parte de la indiferencia y, en no pocos casos, del destierro de Dios de la vida pública. Es una ideología para nada neutral, contraria a toda manifestación religiosa en el ámbito público.
El problema de la “sana” laicidad es que tarde o temprano desemboca en el laicismo: si el Estado dice “no adhiero a ninguna religión”, no tiene argumentos de peso para promover la moral objetiva de la religión verdadera. En consecuencia, si todas las religiones y todas las ideas son igualmente válidas, si todo vale lo mismo, lo que hay no es neutralidad… es relativismo.
En otras palabras, la neutralidad religiosa no puede no devenir en relativismo laicista. Esto es, en una ideología que con la excusa de garantizar los derechos de cada ciudadano a practicar y enseñar su religión, termina reduciendo las prácticas religiosas a su mínima expresión. De ahí que muchos Estados que empezaron presentándose como “aconfesionales”, hayan terminado siendo “anticonfesionales”.
La prueba de que esto es así es muy simple: si toda convicción religiosa o antirreligiosa vale lo mismo… ¿por qué unos pueden hablar desde sus cargos como si Dios no existiera y otros no pueden hablar desde ellos como si Dios existiera? ¿Por qué no se considera una violación de la laicidad que ciertas religiones, colectivos o sectas coloquen sus símbolos en lugares públicos y sí se considera que una imagen de la Virgen María –claramente asociada a la Iglesia católica– es violatoria de la laicidad? ¿No se trata acaso de una flagrante discriminación?
Por otra parte, si como dice el artículo 5º de la Constitución de la República, “todos los cultos religiosos son libres en el Uruguay”, ¿por qué confinar a los católicos a practicar su culto entre cuatro paredes? ¿Cómo se puede llegar a pensar que es una “ofensa” que un católico manifieste públicamente su fe, cuando a nadie le importa en absoluto que se ofenda a los católicos desde la prensa, desde la cultura, desde la educación o desde la política? ¿Dónde está la tan mentada preocupación por la “equidad” de la que tantos hacen gárgaras?
Es mandato de nuestro Señor Jesucristo “Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Lc. 20, 25). Pero obsérvese que entre ambos mandatos, hay una conjunción: una “y”. Jesús no dijo que debemos elegir a uno o al otro, sino que cada uno debe darle lo que le corresponde, al uno y al otro. El Señor no divide: une. Porque lo justo y lo deseable, lo humano y lo cristiano no es la hostilidad, sino la cooperación generosa entre Iglesia y Estado, la ayuda mutua, sin prejuicios y sin miedos, en favor del bien común.
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