“Hoy, al menos en el imaginario público, las colas de desempleados en Detroit han reemplazado a la tradicional chimenea rugiente como símbolo de la economía de la nación. Alimentados por este sombrío estado de ánimo, los debates sobre políticas industriales en Estados Unidos han perdido finalmente su inocencia. O tal vez sea más acertado decir que es la propia nación la que ha perdido su inocencia económica, esa genial certeza de que aún sin la intervención del Estado, la industria americana sería por siempre un motor infalible para mejorar el nivel de vida de los estadounidenses”.
Así empezaba el economista Robert B. Reich su trabajo de enero de 1982, en el que reclamaba la aplicación de políticas industriales. La economía estadounidense llevaba ya dos años en recesión, al mismo tiempo que la inflación minorista se acercaba al 10%. Los economistas ya le han puesto nombre al fenómeno: estanflación.
Este es justamente el escenario que preocupa a los gobiernos de los países desarrollados, que ven subir la inflación en contextos recesivos. Por lo tanto, conviene prestar atención a las disyuntivas a que se enfrentaban los gobiernos de la época. Las opiniones sobre cómo salir del problema se dividían entre los que sostenían que la solución pasaba por llevar adelante una “revolución de oferta” y los que bregaban, como Reich, por la aplicación de políticas industriales. En lo que sí estaban de acuerdo todos era que las políticas fiscal y monetaria, como instrumentos de manejo de la demanda agregada, habían llegado a un límite y consecuentemente, no se podía contar exclusivamente con ellas para generar las inversiones necesarias que permitieran una mejora en la competitividad. De forma resumida, ya no se trataba de estimular la demanda en general, sino de poner el foco en promover las inversiones.
Entre las medidas comúnmente asociadas a la economía de la oferta se encuentran las exenciones impositivas a la inversión, la reducción y simplificación de las regulaciones, la aplicación de leyes antimonopolio y las limitantes al crecimiento del gasto público. Por otro lado, las políticas industriales apuntan más a la asignación de capital y mano de obra a aquellos sectores de la economía considerados más productivos, en lugar de fomentar la formación de capital de forma generalizada.
Las políticas de oferta tienden a generalizar los incentivos, dejando a que el mercado haga su tarea. Eso puede funcionar en una economía grande, desarrollada y dinámica. Pero no necesariamente se trataría de la política más apropiada para una economía pequeña, subdesarrollada y visiblemente anquilosada como es la uruguaya. Como muestra, basta observar lo que ocurre con los incentivos fiscales de la COMAP, donde las estadísticas indican que tienden a ser capturados por empresas grandes y de servicios, y que operan en sectores con poca competencia. ¿Qué contribución hace a la productividad industrial del país una exención fiscal a una gran superficie? ¿O a una cadena de farmacias? ¿A un galpón de productos importados?
Lamentablemente, en nuestro país las políticas industriales se ven con recelo, como otra forma más de intervencionismo estatal. Esto explica que resulte inusual encontrar un economista que habite Colonia y Paraguay que se expida a favor de un tipo de política que permitió desarrollar Estados Unidos, Alemania, Francia, Japón, Corea del Sur, China y, por supuesto, también Nueva Zelandia, solo para mencionar algunos casos notorios.
Lo cierto es que en Uruguay el crecimiento económico se encuentra estancado desde hace una década. Una alternativa sería congelarnos en el tiempo, intentando atribuirle las culpas al astoribergarismo, a Macri, a la pandemia, a Ucrania… Si ese fuera el camino elegido, el mundo y la región siempre nos darían motivo para justificar seguir haciendo más de lo mismo. Lo aconsejable en cambo es intentar vencer la inercia para sacar al país de ese pozo de desarrollo y de ideas en el que ha quedado sumergido desde los inicios de los ´60.
El Uruguay enfrenta desde hace décadas lo que los economistas llaman “la trampa de los ingresos medios”, que implica que una vez que se llega a este estadio, los aumentos en los costos de producción y la acotada productividad no permiten alcanzar los elevados niveles de ingresos que caracterizan a los países desarrollados. Por años vienen tratando de convencernos de que la solución pasa por el reduccionismo económico de bajar el déficit, reducir la inflación y acotar la presencia del Estado en la economía. La verdad es que lo único que cambió en realidad en los últimas dos décadas es la aparición estelar de China en el concierto económico mundial.
Observando la suerte de sus pares asiáticos durante la crisis del 97 –a los cuales el FMI les impuso políticas de austeridad que los hundieron económicamente–, China optó por un modelo muy simple. Mantuvo una paridad cambiaria subvaluada respecto al dólar, lo cual requirió cerrar su mercado de capitales a la especulación financiera. Esto le permitió exportar mano de obra a todo el mundo, lo que a su vez le permitió alcanzar dos grandes objetivos: acumular dólares para evitar caer en la trampa del FMI y terminar de transformar la fuerza de trabajo agrícola en industrial, lo que hizo posible alcanzar las ganancias de productividad que permitieron elevar sustancialmente los ingresos de su población. A Occidente esto le significó consumir como si no existiera mañana y bajar las presiones inflacionarias domésticas. La externalidad de esta “maravilla” neoliberal se puede apreciar a cielo abierto en ciudades como Detroit, Manchester, Torino o la Córdoba argentina, verdaderos museos industriales de Occidente.
Es tiempo de decir basta a este acotado perillero, ampliando las herramientas de política económica y focalizando la asignación de los recursos de la sociedad a aquellos sectores que realmente contribuyan a mejorar la productividad y la calidad de los empleos nacionales. Llegó la hora de abrirnos a las políticas industriales. El Consejo de Economía Nacional podría ser el gran vehículo institucional para formular las políticas y lograr los amplios consensos necesarios.
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