La última vez que hablé con Hugo fue en mi atelier, donde a menudo nos reuníamos para desfogar nuestra afición por la historia y la filosofía política. Hoy, que ya no está entre nosotros aportando su luz y su palabra siempre certera y elegante, parece que fue hace mucho, pero en realidad no pasaron ni cuatro meses…
Lo recuerdo mirando la biblioteca y haciéndome comentarios autorizados acerca de los contenidos de los libros que iban atrapando su atención; muchos de ellos obras de escasa circulación en las últimas décadas. En un momento se detuvo con una historia de Rusia, la de Cambridge, y nos pusimos a recorrer los momentos fundacionales de la nación; le hablé de mi admiración por Iván III, el primer unificador, que negoció con los tártaros, que los sirvió, que los traicionó, y que finalmente logró expulsarlos para siempre de su patria. Allí me acotó que también fue decisivo por haber traído al seno del alma rusa el águila de dos cabezas de la corte de Constantinopla debido a su casamiento con Sophie Paleologue, sobrina del emperador bizantino. También me señaló con fina ironía, característica de su inteligente sentido del humor, que gracias a ese matrimonio llegaron a la elite rusa los buenos modales en la mesa, en el habla, en las costumbres, en el trato entre las personas. Me parece escucharlo: “Iván no aprendió nada de eso, Rodolfo, creémelo; los años que estuvo al lado de ella fueron un papel en blanco en el que nada pudo escribir, pero Rusia sí, Rusia floreció”.
Cuando Silva Grucci me comunicó la triste noticia enseguida se me vino a la mente no solo el amigo que se iba, sino el camarada de aventuras intelectuales con el que disfrutaba perderme de tema en tema; y se me apareció, entera y vívida, la conversación que acabo de referir. En los años que lo conocí descubrí que Hugo tenía una vastísima cultura, que su dominio de la historia era absolutamente admirable por su erudición y solidez argumentativa, y que sabía pensar y explicar la realidad mental y no meramente material de la política, además de conocer todos los procesos de los cuales enseñaba generosamente con sus editoriales, con sus intervenciones, conferencias y diálogos.
Obligado a definirlo, así lo mandan las circunstancias de la despedida, quiero dejar establecido mi profundo dolor por la ausencia inesperada, injusta y además insólita, porque un referente –y Hugo lo fue con creces en varias épocas— tiene como condición la de estar siempre allí, la de ser inalterable y generosa fuente de consulta y de animación, como lo fue. Hemos perdido a un gran realizador, a un visionario, a un hombre moral y culto que supo afrontar las pruebas de la historia sembrando para el mundo, abriendo caminos. Fue, además, como periodista e intelectual una estimulante influencia para las jóvenes generaciones y un maestro de estilo y señorío a la hora de escribir, de discrepar, de defender con honor sus ideas.
La pérdida sería irreparable de no haber dejado, como lo hizo, un vasto y fecundo legado entre los suyos, entre quienes tuvimos la alegría de tratarlo y en las exigentes y nobles páginas de La Mañana, a la que consagró los desvelos más felices de sus últimos años.
Que Dios lo tenga en la gloria.
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