Reivindicamos el Estado que ayudaron a construir Batlle y Ordoñez, Domingo Arena y Pedro Manini Ríos preocupados por la justicia y el trabajo de todos los uruguayos.
Las clases medias en Occidente ven con creciente inquietud un futuro de cambio tecnológico del cual no se sienten parte y presagia la pérdida de lo que hasta ayer eran considerados buenos empleos. Trabajos que sostenían empresas, familias y pueblos enteros, dando lugar a lazos comunitarios que trascendían ampliamente lo económico. Comunidades que fueron pilares fundamentales en la formación de los Estados-Nación modernos, los mismos que hoy se ven amenazados por grietas que se profundizan en su interior.
Los derechos que disfrutamos los occidentales de hoy fueron forjados en el seno de esas comunidades de antaño. Lejos de lo que pretenden los idólatras de la centralización ilustrada, ese conjunto de principios que hoy llamamos “occidentales” fueron adoptados por los Estados en la medida que fueron apreciando su conveniencia para gobernar a los hombres. Pero estos principios ya existían en diversas comunidades europeas, empezando por la pequeña Atenas.
Nuestro Uruguay moderno no es una excepción, y se fue forjando con pueblos como Juan Lacaze. La empresa llevaba la actividad económica, que atraía trabajo y población, con el Estado que acompañaba ofreciendo seguridad, educación y salud pública, cobrando impuestos a cambio. Estos impuestos luego permitían ayudar a aquellos ciudadanos que no habían contado con tanta fortuna, para elevarlos y ponerlos en condiciones de integrarse a la comunidad.
Es ese el Estado que ayudaron a construir hombres como José Batlle y Ordoñez, Domingo Arena y Pedro Manini Ríos, preocupados por la justicia y el trabajo de todos los uruguayos. Con gran capacidad de articulación y firmeza de convicciones lograron poner al Uruguay en un camino que permitió desarrollarnos por medio siglo. Esto no hubiera sido posible sin el acuerdo que puso punto final a las reivindicaciones armadas de los marginados en el caprichoso sistema electoral donde solo participaban en el manejo de la cosa pública menos de un 5% de la población. En ese sentido la Paz de Aceguá, que negociaron Herrera y Manini Ríos fue un mojón fundamental. Por lo que allí se dijo y por lo que no figuró en la letra del acuerdo, pero sí se acordó, entre estos dos combatientes (que cimentaron una amistad que perduró durante toda sus vidas) habiendo combatido en bandos opuestos y que se comprometieron a modificar la Constitución de 1830. Sin vencidos ni vencedores, ese acuerdo se basó en el respeto a la diferencia, sentando las bases de la convivencia cívica entre las dos comunidades históricas que forjaron nuestra República.
Hoy el Uruguay se enfrenta a una perspectiva preocupante, y la población no ve en una desgastada clase dirigente la capacidad de resolver problemas que son sin duda complejos.
De un lado del sistema político se defienden valores como el mercado, la globalización, el comercio internacional y la incorporación de nuevas tecnologías. Estos valores pueden ser muy positivos dependiendo de cómo y quién los aplica. La globalización trae cosas buenas, pero también plagas. Un ejemplo es la idea de legalizar la marihuana que naturalizó su consumo entre nuestros jóvenes convirtiéndolos en víctimas de un experimento concebido fuera de Uruguay. Siguiendo razonamientos economicistas, y no previendo sus efectos en la comunidad (“externalidades”), lograron imponer una ley que lejos de sacar de la calle a los narcotraficantes contribuyó a que se afianzaran en todo el territorio nacional con el preocupante desprestigio de nuestro país en el exterior.
Del otro lado se encuentran los defensores de la centralización y el colectivismo. La historia está cargada de desastres provocados por ideas de este tipo. La Unión Soviética tenía una base económica para su proyecto de colectivización agrícola, que tenía por objetivo aumentar la producción de granos y así obtener divisas, pero que significó la extinción de pueblos y comunidades enteras, las hambrunas y la miseria crónica.
Cercadas por estas dos visiones, las comunidades perciben un sistema político inmune a sus preocupaciones. En Estados Unidos y Europa vienen observando el fenómeno desde hace años, por lo que la academia va encontrando explicaciones. El Prof. Raghuram Rajan, destacado catedrático de la Universidad de Chicago, acaba de publicar un libro titulado “El Tercer Pilar” en el que propone trascender la vieja discusión entre Estado y Mercado. Rajan revaloriza el rol de la Comunidad como pilar fundamental, proponiéndola como artífice en la búsqueda de un nuevo equilibrio en la sociedad.
En Uruguay se observan con preocupación propuestas y acciones que desnudan una cierta concepción teórica, tecnicista y vaciada de contenido real. Por ejemplo, cabe preguntarse cómo van a funcionar ideas como la de los liceos modelo si no logramos antes asegurar las comunidades en las que se asientan. Lo mismo ocurre con la OPP, que confunde su misión inaugurando plazas de cemento por todo el territorio nacional. Su función debería ser apoyar al Poder Ejecutivo en planificar y presupuestar, no en competir con liderazgos locales. Deberían estar plenamente ocupados en sus tareas presupuestales, y no distraerse con acciones que tienen por resultado debilitar las instituciones locales.
El sistema político debería tener como norte un consenso que permita evitar que ciudades como Vergara no se conviertan en el próximo Juan Lacaze. Es en ello que nos va la República, y no en sofismos que agitan el fantasma de la fragmentación política. Los uruguayos supieron decir que No en el momento justo, y tienen la inteligencia política que les permitirá discernir las propuestas que puedan asegurar la viabilidad de nuestro país.