“La gente no come a largo plazo, come todos los días”, Harry Hopkins, uno de los principales artífices del New Deal del presidente Franklin D. Roosevelt. Sus programas pusieron a trabajar a 4 millones de personas en 30 días”.
La imagen del domingo pasado parecía algo surreal. Soldados del ejército de Estados Unidos descargando alimento para bebés de un avión de transporte militar. El avión no había aterrizado ni en Mogadiscio ni en Kigali, sino en Indianápolis, ciudad en el corazón de la mayor región productora de alimentos del mundo. Para hacerse una idea, solo el estado de Indiana exporta US$ 4.600 millones de alimentos al año, lo que a primera vista hace inverosímil que Estados Unidos se haya quedado sin un alimento clave para alimentar a sus pequeños. ¿Qué fue entonces lo que ocurrió?
La explicación es sencilla. El principal fabricante en Estados Unidos debió cerrar su planta cuando una inspección detectó la presencia de bacterias. Pocas plantas, menos competencia, stocks de seguridad ínfimos; empresas optimizando el precio de su acción mientras olvidan cualquier sentido de responsabilidad nacional; gerentes planificando su próxima casa en algún destino exótico; o soñando con su próximo discurso en Davos, para recibir la adulación de esa claque cada día más abyecta. El producto tuvo que ser volado desde una base militar aliada en Alemania, para luego ser distribuido por todo el país, y con ello restablecer la tranquilidad de miles de familias estadounidenses.
Lo ocurrido es sintomático de décadas de abandono de la responsabilidad empresarial y estatal frente a la ciudadanía. La fantasía prometida por los fisiócratas modernos fracasó y cayó por su propio peso. Si toda decisión económica queda relegada al interés de actores individuales y el Estado mira para el costado ante la formación de posiciones dominantes, es natural que se vean con cada vez mayor frecuencia situaciones de esta naturaleza. En efecto, la falacia del Estado juez y gendarme solo sirve a esos intereses inconfesables que han permitido a las sociedades caer en este estado de degeneración actual, tan doloroso de observar como imposible de negar.
La reacción del presidente Joe Biden -que sin duda también posee algún asesor criterioso- fue rápida y demostró que no iba a dejar a su país rehén de ideologías de cóctel. Acudió a la Ley de Procuración de Defensa y ordenó el restablecimiento de la producción local, y autorizó la rápida importación del producto por parte del Estado, que no rehuyó a su obligación primordial de velar por la seguridad y bienestar de los ciudadanos.
Es verdad que Estados Unidos es la cuna de ese nefasto decálogo que se conoce como Consenso de Washington, lo que podría confundir a algún desprevenido- que no sepa diferenciar el arsenal para uso propio del de exportación- respecto a esta muestra de intervencionismo estatal para corregir ostensibles fallas del sector privado.
Seguramente ya ni hablemos de mercado, porque claramente no existe un mercado mundial de alimentos para bebés. Como tampoco hay un mercado de urea, potasio y fosfatos. Ni siquiera de cerveza. Lo que sí se observa por doquier son oligopolios globales de cuanto producto uno pueda imaginar, con rentas suficientes para pagar lobistas, propagandistas y, si fuera necesario, comprar los mismos medios.
Hay que tener claro que los Estados Unidos nacieron como nación independiente de la mano de Alexander Hamilton que lideró la incipiente economía creando un banco nacional respaldado por el gobierno y aplicando un arancel sobre las importaciones. A lo que hay que agregar que Estados Unidos supo combatir con firmeza los monopolios al principio del siglo XX, despejando así el camino hacia la mayor experiencia de innovación y tecnología que el mundo moderno haya conocido.
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