¿Existe el bien común? Es más o menos como preguntar si la experiencia del pasado tiene algún valor para intentar resolver los desafíos del futuro de las naciones o, si la libertad puede prescindir de la justicia o el bienestar social.
En estos tiempos superficiales que corren, todo lo que denuncie una continuidad o marque un límite está sometido a sospecha.
La voracidad por disfrutar groseramente de los pequeños goces de la vida, se la pretende sobreponer a principios que durante siglos y siglos actuaron de muro de contención para impedir que los bajos impulsos del animal hombre, prevalezcan sobre los valores que regulan la convivencia. Es la vieja lucha entre Calibán y Ariel que nos presentaba nuestro Rodó en su obra cumbre, hace 120 años.
Cuando mostramos sorpresa por el revuelo que originó la ley forestal, que pretende impedir que las mejores tierras agrícolas sucumban ante la aparentemente imparable ofensiva celulósica, nos da la sensación que los detractores del proyecto aparentan sólo medir una supuesta rentabilidad, que hoy por hoy beneficiaría a los propietarios de los predios, sin medir consecuencias desfavorables en el mediano o largo plazo.
Ninguno piensa si mañana, como ha sucedido con muchos productos primarios, la celulosa es desplazada, como ocurrió con la lana -del Uruguay feliz rural de otrora- con las fibras sintéticas, ¿cuál sería el costo de recuperar los suelos arbolados y en qué situación quedarían?
Sin ir más lejos, ¿qué pasó con las plantaciones de pinos, cultivo favorito al comienzo del impulso forestal, que igualaba o superaba al eucaliptus? Hoy hay alrededor de 250 mil hectáreas de pinos desechadas o sub-explotadas, o muchas las están resembrando con eucaliptus.
No es que la lechería, la ganadería, la agricultura en general -de invierno y de verano- sea tan poco rentable. Es que ha costado mucho tenderle puentes, es decir, abrirle la mano en momentos estratégicos, ya sea por caídas de mercado o por adversidades climáticas.
En este renunciar a mirar el futuro con sentido común, en algunos casos, hay cierto desprecio por el trabajo rural tradicional. Hay mucho de la literatura ideologizada que detesta la propiedad de la tierra cuando la detenta personas de carne y hueso, y sobre todo si son criollos (no importa si son de origen vasco, gallego italiano o catalán). A la sombra de esa fobia se consolidó silenciosamente, en estos últimos 15 años, la mayor extranjerización de la tierra.
El tema que la mayoría de esos propietarios -que los teóricos de biblioteca, adoran en presentarlos como una casta- difícilmente alcanzan a la tercera generación. Y son, salvo excepciones, esforzados laburantes, que los hace independientes y miran con altanero desprecio a las burocracias estatales.
Carlos Real de Azúa en su magistral ensayo histórico, El Patriciado Uruguayo, estudio que apunta mucho más a abarcar a un grupo humano -los autores de la independencia- que a una clase social. El foco lo pone en los pobladores de la Banda Oriental de 1811, los que acompañaron a Artigas en el Éxodo. Los que, en buena ley, ganaron y legitimaron el título de “patricios”. Son toda gente de trabajo del campo, salvo algunos curas que también acompañaron. Columna que estaba conformada por propietarios de tierras, capataces, mandos medios, peonadas y hasta en algunos casos esclavos afro. Toda gente dedicada a operar sobre la única riqueza que poseía la provincia conocida como “Vaquería del Mar”, que otro criollo de perfil caudillesco, Hernandarias (antecesor de Artigas en su enfrentamiento a las oligarquías portuarias), había introducido 200 años antes con visión de estadista: la ganadería. Y por lo tanto aptos para la guerra.
El valioso trabajo de Real muestra el poco valor de la tierra del punto de vista económico y como ese patriciado fue perdiendo su propiedad en la medida que se transformaba en milicia emancipadora.
Todas las causas políticas están repletas de teóricos que introducen la realidad a fórceps en el mundo de las ideas abstractas. Pero ningún grupo ha demostrado tanta ingenuidad conceptual, como los impugnadores de la propiedad de la tierra. Algunos imaginaron que las grandes superficies territoriales surgieron de la “plusvalía” de sacrificadas peonadas, sin apercibirse que las más de las veces estos “latifundios” fueron consecuencia de la perdida de la propiedad de la tierra por parte de esforzada gente de trabajo que cayó en la telaraña de inescrupulosos agiotistas del dinero…! Muchos en este enfoque erróneo, invocan a Artigas, cuando el jefe de los Orientales fue el mayor defensor de que la propiedad rural no fuera víctima de los especuladores, que siempre acecharon a través de la historia su apropiación indebida. En el reparto que realizó en 1815, su Reglamento de Tierras, hasta prohibió terminantemente, que las mismas, jamás pudieran servir de garantía de ningún préstamo…!
La mano de obra forestal (con todo el respeto que nos merecen los trabajadores de cualquier sector) trasladada en medios colectivos, con casco y uniforme de overol, se asemeja mucho a un sector fácilmente manipuleable lo que la hace agradable para los que declaman contra los “terratenientes”. Eso sí, no tienen patrón visible. Es la ventaja que dan esas sociedades por acciones (anónimas e irresponsables) que carecen de raíces territoriales y su plataforma operacional, hoy puede estar ubicada en Finlandia como ayer estuvo en Sumatra o China.
Está demostrado que las pymes agropecuarias generan muchas más fuentes de trabajo que la explotación maderera. Sucede un fenómeno similar a la relación de los comercios de cercanía con las grandes superficies.
Pero el mayor problema que generaría el avance irrefrenable de la forestación con vocación abarcativa de la mayoría del territorio nacional, sería que se transformaría en un monocultivo. Es decir, nos convertiríamos en una auténtica “república bananera”.
No en el término despectivo con que un magistrado estadounidense (Donald Mosley) nos catalogó en el 2016. Pasaríamos a compartir la misma aciaga realidad, que padecieron los países centroamericanos a fines del siglo XIX, donde la poderosa Company no sólo administraba el monocultivo de la banana, sino que también -como corolario- ejercía un severo monitoreo político, como forma de consolidar su poder.
¡Qué ironía! Pensar que el término se utilizaba no sólo para señalar la extrema fragilidad económica de pequeños países caribeños, sino también para estigmatizar a los regímenes, que la poderosa United Fruit incitaba a practicar arbitrariedades y fraudes electorales, que provocaban bulliciosas protestas en las calles y las plazas.
Por una de esas lamentables vueltas de la vida, el mundo entero fue testigo, de la asonada que protagonizó una enardecida multitud el 6 de enero cuando irrumpió en el Capitol Hill, sede del Congreso de EE. UU., en Washington D.C., en protesta contra un supuesto fraude electoral. ¡Nada menos que en el corazón de la nación más opulenta del mundo!
Volviendo al título de esta nota, que es reivindicar el concepto de bien común, opuesto al circunstancial oportunismo especulativo, John Rawls lo define como “ciertas condiciones generales que son… de ventaja para todos”
Y ese eterno dilema entre libertad y bienestar, con precisas palabras lo resuelve otro filósofo, el alemán Jurgen Habermas: “La solidaridad no es más que la vivencia honesta de la fáctica interdependencia constitutiva que todo sujeto vive, sabiendo que la medida de su libertad y de su bienestar es la medida de la libertad y del bienestar de todos sus conciudadanos y de la sociedad en su conjunto.”
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