Uruguay presentaba una sólida posición en materia de reservas internacionales. El país no tenía una inminente crisis financiera que requiriera de divisas. Pero el 12 de diciembre de 1990, el gobierno uruguayo firmó un nuevo acuerdo con el FMI. Si Uruguay no necesitaba un préstamo del FMI, ¿por qué el gobierno firmó? Es posible pensar en un acuerdo con el FMI conteniendo dos componentes: divisas y condicionalidad.
James Vreeland, profesor de economía política en la Universidad de Georgetown, EE.UU., en “Buscando condiciones, no dinero: el acuerdo de Uruguay con el FMI en 1990”.
La pandemia dejará un legado de desequilibrios fiscales y aumentos de deuda en todo el mundo. Llegado el momento en que el virus deje de ser una amenaza para la salud mundial, los gobiernos deberán encarar el reequilibrio de las cuentas públicas. Afortunadamente, para ese momento una parte sustancial de la profesión económica habrá reaprendido las lecciones de la Gran Depresión y no se seguirá insistiendo con reducciones del gasto público como única solución. La fragilidad de la economía mundial no da espacio a experimentos y el gasto público se mantendrá en niveles elevados por mucho tiempo. Si en estos dos últimos años el foco fue en apoyar a la salud, las pymes y el sector de servicios, a futuro probablemente sea la infraestructura la que permita mantener los niveles de actividad necesarios para generar nuevos empleos que sustituyan a los que se perdieron, muchos de ellos lamentablemente para siempre.
Para financiar este esfuerzo, los países desarrollados realizan planes para aumentar los impuestos a empresas e individuos. En ese sentido, un alto exponente del astorismo-bergarismo nos recordaba hace algunos días que Estados Unidos planea un aumento de impuestos a las rentas empresariales para poder financiar un incremento en el gasto público inusitado desde la época de la Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Europa sigue, en menor dimensión, el mismo camino. ¿Qué espacio deja esto para los países subdesarrollados?
Esta podría constituir una magnífica oportunidad para los países de la región para atraer inversiones y, sin tener que caer en los extremos de capitulaciones fiscales ofrecidas a UPM, podrían promover la instalación de fábricas que permitan agregar más valor a nuestras cada vez más comoditizadas exportaciones; por ejemplo, la construcción de casas prefabricadas de madera, que en el proceso sustituyen materiales importados como el hierro por materia prima nacional.
Sin dudas los países desarrollados observan que un aumento de impuestos les abre un flanco en la retaguardia ya que sus empresas van a tener un incentivo para migrar a países de menor tributación. Basta observar el debate en Italia por el eventual cierre de una de las plantas más emblemáticas de Fiat en Turín, la base histórica de la automotriz piamontesa. ¿Será que una planta futura se podría construir en San Pablo o Córdoba, aprovechando una menor tributación? Para evitar tal “fatal” desenlace –y el funcionamiento del mercado en detrimento de los titiriteros– es que afortunadamente existe la OCDE… “Esto implica una revolución fiscal que Uruguay debe seguir de cerca”, nos advertía un fiel representante del cipayismo fiscal que se instaló en el gobierno de nuestro país hace dieciséis años. No sea cosa que se nos ocurra aprovechar la oportunidad para convertirnos en un Singapur del Río de la Plata.
Para ser justos, el frenteamplismo no fue el primero en recurrir a organismos internacionales para tercerizar políticas. Al poco tiempo de asumir, decidió cancelar los montos que todavía se adeudaban al FMI –resultado del rescate del 2002– como forma de librarse de la asociada condicionalidad. El gobierno de Batlle había contraído esa deuda porque no contaba con otra alternativa, debiendo aceptar la austeridad y las otras medidas que le venían impuestas por el FMI. Pero existió una instancia anterior en la que Uruguay recurriera al FMI sin una urgencia evidente, y eso ocurrió a fines de 1990 en los inicios del Consenso de Washington.
Existen visiones encontradas al respecto. En marzo de ese año ingresaba un nuevo gobierno que sostenía que la administración anterior había dejado al país sin reservas. El último acuerdo con el FMI había concluido en 1987 cuando el gobierno anterior lo dejó expirar, y ya para 1990 la cuenta corriente y la balanza de pagos eran superavitarias. A pesar de ello, el gobierno de la época firmó un acuerdo con el organismo a diez meses de asumir. ¿Cuál fue el motivo? Según James Vreeland, probablemente se trató de una forma de forzar una agenda de reformas económicas a una ciudadanía reticente, algo que quedó evidenciado dos años después cuando en un referéndum se rechazó la propuesta del gobierno de privatizar las empresas públicas, lo que hubiera significado la pérdida de ANTEL.
El país no puede caer nuevamente en los errores del pasado. Nadie nos va a ayudar desinteresadamente. Y cualquier intento de hacer mímica a las necesidades del mundo desarrollado solo puede perjudicarnos. No se trata de que la OCDE nos ponga una colorida cocarda. Aquí estamos compitiendo con el mundo para proteger nuestra mano de obra nacional. Los viajes a París y Washington pueden esperar. Resolvamos primero qué queremos ser como país y cuáles son nuestros verdaderos intereses. Recién entonces estaremos en condiciones de adherir o no a aquello que nos quieran imponer desde afuera. Como nos enseñó Herrera.
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