La aprobación del proyecto propuesto por Cabildo Abierto y su posterior veto ofreció una oportunidad para que algunos actores intenten mejorar su imagen ante la ciudadanía. Los más audaces se lanzaron a una brancaleónica batalla para disputarse el podio del “socio más leal” de la coalición. Otros, exudando ese elitismo monacal del que hacen gala, cayeron en valoraciones sobre si es mejor plantar árboles o sandías. Su dispensa claramente se limita a los eucaliptus, y no incluye ni melones ni rabanitos, al menos por ahora. Al blitz político, comandado desde Helsinski, se sumó el sábado pasado el exinterventor de la AUF, quien, en prosa frondosa, salió a tacklear a Cabildo Abierto.
Pero a pesar de todos los esfuerzos por desviar la atención, el apurado decreto del gobierno parecería ser un reconocimiento de que Cabildo Abierto va en la dirección correcta. La gran pregunta que se hace la ciudadanía es cómo no se dio la oportunidad dentro de la coalición para allanar diferencias que a priori no parecían insalvables. ¿Será que Helsinki se encargó de dinamitar toda posibilidad de acuerdo? ¿O será que las promesas de la coalición a sus votantes no eran más que “chasquibunes”, como lo sugiere un analista político este fin de semana en El Observador?
Pero el ruido político sí sirvió para ocultar la pobreza de algunos de los argumentos esgrimidos para no tocar el marco regulatorio de la forestación. Desde la altisonante admonición de que se trata de “una política de Estado”, como si un marco regulatorio que lleva más de tres décadas de vigencia no pueda ser modificado. Lo absurdo de este discurso se hace evidente cuando nos percatamos de que no estamos discutiendo sobre un principio, sino sobre una actividad económica que, como cualquier otra, se encuentra sujeta a cambios tecnológicos, de patrones de consumo, y por qué no, a la voluntad de los ciudadanos que habitan esa geografía sobre la cual se asienta la actividad.
La apelación empalagosa a la “libertad” va en el mismo sentido, y tampoco resiste mucho análisis. Es verdad que, ante la duda, la plena libertad económica es deseable antes que la imposición de restricciones. En un simple modelo matemático con una sola variable objetivo, y sin incertidumbre, cualquier restricción reduce el máximo asequible. Si esa variable fuera la producción, y nuestro mundo se comportara como el modelo, evidentemente una restricción en el uso de la tierra sería “no óptima”. Quizás también aplicando ese modelo nos conviniera sustituir al pabellón nacional por una bandera con una cruz azul. ¡Seguramente solo con el anuncio los campos se multiplicarían de precio! Siguiendo el mismo criterio podríamos argumentar las bondades de cocinar drogas pesadas en el garaje de nuestros hogares, extremo al cual los libertarios locales todavía no se animan a proponer. Y así podríamos continuar con varios ejemplos de “libertad” económica. Eso sí, ¡todo convenientemente subsidiado por la COMAP!
Más concretos son los que aducen que a pesar del crecimiento en la actividad forestal, el resto de la agropecuaria siguió creciendo. “Se vende más carne, se planta más”, fue un argumento esgrimido por el participante de la tertulia de En Perspectiva el jueves pasado, a quien tocó defender el veto. “Todo siguió creciendo” parecería ser el argumento que demuestra que el resto de las actividades, lejos de perjudicarse, se vieron favorecidas por el efecto “desparrame”. Ergo, no toquemos nada, y dejemos todo como está. ¿Dónde radica la esencia del problema entonces? Para comprenderlo, conviene recorrer un poco la trayectoria de esta industria desde la Ley Forestal de 1987, cuyo objetivo era incentivar la plantación de árboles en tierras poco aptas para la producción agropecuaria tradicional, y que se encontraban subexplotadas. Tratándose de una inversión a largo plazo y cuyo resultado era incierto, el Estado ofreció subsidios para incentivar al sector privado. De esta manera, cada hectárea subexplotada que se convirtiera a tierra forestada pasaba a producir y a generar empleo, y años más tarde habilitaría la instalación de una primera planta de celulosa, inversión que fue recibida con los brazos abiertos por la mayoría de los uruguayos. Los fondos invertidos por el Estado uruguayo en esta primera etapa produjeron una importante rentabilidad social, y que nadie niega. En efecto, el proyecto de Cabildo Abierto deja un amplísimo margen para expandir las plantaciones en este tipo de tierras de “prioridad forestal”.
Lo que Cabildo no está dispuesto a seguir permitiendo es que se recorra el camino inverso, esto es, a que tierras que perfectamente pueden ser utilizadas para la producción de alimentos de alto valor agregado se conviertan en tierras forestadas. Resulta paradójico que la misma ley que fue diseñada para promover la conversión de las peores tierras en campos forestados, sirva hoy de amparo para hacer lo mismo con las mejores tierras del país. El cambio de dirección es de 180 grados, por lo que resulta sorprendente que quien fuera el principal impulsor de la ley hoy no lo advierta.
Cuando el Estado otorga un subsidio para que un tambo en Colonia se transforme en un monte de eucaliptus, lo que está haciendo es expulsar mano de obra, ya que la lechería es de las actividades que más empleos genera, según surge de un estudio reciente de CERES. Es evidente que en las condiciones actuales ese campo vale más forestado que como tambo, de lo contrario no tendríamos este problema. Pero esto no es el resultado del libre juego de las fuerzas del mercado, sino del accionar sesgado del Estado, que distorsiona el equilibrio ofreciendo subsidios a la forestación no disponibles al resto de las actividades.
¿Pero, qué pasa con los empleados de un tambo que cierra en Conchillas? ¿Cuál será su nueva actividad? ¿Qué hace el Estado para ayudar a que se reinserten en el mercado laboral? ¿La familia deberá migrar a la periferia de Montevideo? ¿Quién va a pagar los impuestos para solventar los planes sociales en caso que no encuentren empleo para sustentarse? Claramente no será el complejo forestal-celulósico el que pague la cuenta. ¿Quién piensan entonces que va a pagar la cuenta? Resulta sorprendente que, encandilados detrás de la sustentabilidad de la deuda externa, no nos percatemos que este modelo de producción no es solo insostenible fiscalmente, sino también social y políticamente.
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