La imagen de Nueva Zelandia como una social democracia de buen corazón, una Escandinavia del Pacífico Sur, está profundamente arraigada en su cultura. De hecho, esta visión se extiende mucho más allá de las fronteras del país. Claramente Nueva Zelandia se ha ganado esa reputación. Su calidad de vida clasifica regularmente entre las más altas del mundo. En métrica tras métrica —ya sea niveles de corrupción o la esperanza de vida— Nueva Zelandia clasifica muy por encima de la media. Sin embargo, todos estos elogios encubren otra realidad: Nueva Zelandia ha dejado de ser un paraíso social-demócrata desde hace mucho tiempo. Considerada a menudo como un “laboratorio social”, Nueva Zelandia adoptó con entusiasmo un radical paquete de reformas neoliberales en los años 80, como pocos países antes o después.
Esta imagen se remonta al período comprendido entre 1890 y 1920, cuando el país pasó a ser conocido como el “laboratorio social del mundo”. Para entonces, Nueva Zelandia ya tenía una larga reputación igualitaria: estableció un seguro de vida estatal para ayudar a aquellos que no accedían a planes privados, asistió a los nuevos inmigrantes y se embarcó en un costoso plan de obras públicas para el tendido de carreteras y líneas de ferrocarril. En 1949, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) afirmó que la Ley de Seguridad Social neocelandesa había “influido profundamente la legislación en otros países”. El futuro primer ministro inglés Clement Atlee elogió a Nueva Zelanda como “un laboratorio de experimentación social”. En 1944, el primer ministro laborista Walter Nash escribió que el país ofrecía un “ejemplo práctico” de lo que “puede llegar a ser típico de la mayoría de las democracias mañana”.
Todo esto cambió a mediados de los 80. Como en los años de la Gran Depresión, una crisis colocó al país en una recesión y provocó un cambio político radical. Esto se dio cuando Nueva Zelandia perdió al Reino Unido como principal socio comercial –que dio un giro hacia la Comunidad Económica Europea—, lo que ahondó los efectos de las crisis petroleras de la década de los 70. Si en 1965 Nueva Zelandia ocupaba el sexto lugar entre los países más ricos per cápita, quince años más tarde pasó a ocupar el decimonoveno lugar.
Como en los años 30, el Partido Laborista llevó a cabo una gran transformación política, haciendo de Nueva Zelandia una vez más un “laboratorio de experimentación social”. Pero esta vez, los laboristas respondieron a la crisis desregulando, vendiendo activos públicos y reduciendo la inversión estatal. De esta manera, durante las décadas de los 80 y 90 —primero con los laboristas y luego con el gobierno del Partido Nacional— Nueva Zelandia introdujo reformas neoliberales de una escala sin precedentes. Los controles sobre salarios, precios, alquileres, tasas de interés y más fueron eliminados. Se desregularon los mercados financieros y se eliminaron o relajaron las restricciones a la inversión extranjera. Basado en la creencia de que el bienestar ayudaba a crear desempleo, fomentando la dependencia, el sistema fue revisado en forma “particularmente rápida y severa”, según lo definía la propia enciclopedia oficial de la época.
Branko Marcetic, en “New Zealand´s neoliberal drift”, publicada por la revista Jacobin (2017)
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