Todavía hay millones de niños y niñas que sufren y viven en condiciones muy parecidas a la esclavitud. No son números: son seres humanos con un nombre, con un rostro propio, con una identidad que Dios les ha dado. Demasiadas veces olvidamos nuestra responsabilidad y cerramos los ojos ante la explotación de estos niños, que no tienen derecho ni a jugar, ni a estudiar, ni a soñar. Ni siquiera tienen el calor de una familia. Cada niño marginado, abandonado por su familia, sin escolarización, sin atención médica, es un grito, un grito que se eleva a Dios y acusa al sistema que los adultos hemos construido. Un niño abandonado es culpa nuestra. No podemos permitir más que se sientan solos y abandonados. Necesitan poder recibir una educación y sentir el amor de una familia para saber que Dios no los olvida. Recemos para que los niños y niñas que sufren, los que viven en las calles, las víctimas de las guerras, y los huérfanos puedan acceder a la educación y redescubrir el afecto de una familia.
Videomensaje del papa Francisco, noviembre pasado, Ciudad del Vaticano
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