Hay muchas formas de frenar el despertar de un país que viene exhibiendo claras señales de agotamiento.
Por un lado, el destino jugó su carta adversa con esta pandemia, que desde hace 6 meses, se ha instalado por todo el mundo, y aún no se avizora cuándo y cómo termina. Ni mucho menos la secuela de daños que inexorablemente van a sobrevenir.
Por otro, los desplazados de una administración que se prolongó durante 15 años y aún no se ha resignado a haber perdido el calorcito del estado, y en lugar de ponerse de acuerdo para ejercer una oposición ordenada, trata de utilizar cualquier chicana para impedir los cambios imprescindibles. Por supuesto, que no quede al descubierto sus errores, muchos de cuales notorios y muy graves. Y sin ningún tipo de atenuante para quienes contaron con mayorías parlamentarias absolutas y generaron tantas expectativas.
Pero hay otra traba mucho más grave que las dos primeras, pues posee una peligrosa vocación histórica de actuar como gigantesco freno a cualquier tipo de cambio que permita perforar la barrera del estancamiento. Está constituida por lo que vulgarmente se da en llamar, la burocracia.
El término procede del francés bureaucratie, bureau oficina, escritorio, y cratos poder, gobierno. Al margen de su etimología, este concepto tiene una connotación negativa tanto a nivel intelectual como popular. Sin hacer un deslinde, podemos caer en el generalizado error de desconocer el rol del Estado como herramienta imprescindible en la tutela del bien común.
Para ser objetivos tenemos que saber diferenciar al conjunto mayoritario de funcionarios abocados a la noble actividad administrativa, de esa otra minoría, que encaramados por décadas y décadas en puestos claves, actúan con ánimo deliberado de frustrar la función pública.
Este grupúsculo, cual molusco invertebrado prolonga su accionar en el tiempo. Su habilidad más peculiar es colarse sucesivamente, gobierno a gobierno, y siempre ganando más terreno y esterilizando la acción estatal. Como todo conjunto humano oportunista carece de ideología. Pero tiene una habilidad vertiginosa de incrustarse al equipo que venga, sin importarle al signo que pertenezca.
Sin ánimo de caer en injustos simplismos, podríamos diseñar un perfil de este negativo personaje.
Siente que goza de un poder omnímodo y se ampara para ejercerlo en forma tiránica en el anonimato, que cree que lo protege. Como toda organización – no visible- sabe que forma parte de un engranaje sometido a severas jerarquías. Si bien los que ocupan el vértice de la organización son potencialmente despóticos, lamentan -con sabor a sueños eróticos- no poder expresar su autoridad de la manera expeditiva que un Morabito.
En cualquier dependencia que le toque actuar lo hace en forma intemporal. Siente un placer maligno en abusar del tiempo ajeno. En el despilfarro de los lapsos de los que dependen de su mala gestión, seguramente se esconde otro de los dramas de su monótona existencia, la profunda angustia de imaginar que los que acuden a su oficina y dependen de sus servicios, puedan encontrar un camino exitoso no encuadrado por la rutina y las cuatro paredes de su oficina. Todo un drama el de la mente humana cuando se pretende erigir en la medida de todas las cosas, o de sus semejantes.
Un tema complejo, digno de reflexionar con el antropólogo estadounidense, Edward T. Hall, que en su libro “Más Allá de la Cultura“, investiga la percepción que el ser humano hace de su espacio físico y de su intimidad personal, dice:
“Una vez que el hombre empezó a desarrollar extensiones, sobre todo el lenguaje, las herramientas y las instituciones y cayó en la telaraña de lo que denominó transferencia de la extensión y se enajenó de sí mismo, a la vez que fue incapaz de controlar los monstruos que había creado…”
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