En tiempos de mundial, parece oportuno reflexionar sobre el fútbol y sobre la influencia que este deporte ejerce en nuestra sociedad. La historia de los juegos de pelota es muy antigua: arranca en Egipto en el siglo III a.C.; pasa por China, Grecia y Roma, hasta que en el siglo XIX llega a Inglaterra, donde adquiere su forma actual.
El fútbol es un deporte –un juego– que tiene su buena dosis de espectáculo y emoción. A los que lo juegan los mantiene en forma, y a los que lo ven les permite entretenerse sanamente y alegrarse con los triunfos de su equipo. Hasta ahí, todo bien.
El problema es cuando el fútbol se convierte en “futbolismo”: cuando empieza a demandar una atención y una pasión exageradas, que oscurecen la razón… y devienen en fanatismo.
Un reciente artículo de La Mañana escrito por Carlos Martel, titulado “La civilización del espectáculo”, nos recordaba que “cada época se retrata en sus templos: los creyentes de la Edad Media levantaban catedrales, nosotros levantamos estadios”. Esta afirmación da para pensar… ¿dónde estamos los hombres del siglo XXI poniendo nuestras prioridades –nuestra cabeza y nuestro corazón–?
A veces parece que no solo hemos dejado de adorar al Dios verdadero, sino que hemos vuelto a adorar ídolos. En su libro “Es justo y necesario”, Scott Hahn y Brandon McGinley citan a Blaise Pascal y su teoría del entretenimiento. Para el sabio francés, las distracciones eran “necesarias para la psicología humana, porque evitaban que el aburrimiento nos llevase a desesperarnos ante la obsesión por la mortalidad y por el aparente absurdo del mundo. Siendo católico, sin embargo, Pascal señaló algo que superaba los divertissements: la paz y la confianza que proceden del conocimiento y la contemplación de Dios. Una dedicación excesiva al entretenimiento es, por tanto, síntoma de desesperanza y del olvido de la única Persona que puede curar esa desesperación.
Los ídolos que reemplazan el vacío de sentido religioso de la humanidad –siguen los autores citados– traído por el secularismo, sean divertissements ligeras o la obsesión, más tenebrosa, por el poder y el placer, se muestran celosos, en un sentido distinto al celo de Dios. Si Él quiere nuestro amor y adoración, es por nuestro bien, no por el suyo, porque nos ama y sabe que estar en comunión con Él es lo mejor para nosotros. Los ídolos, por el contrario, son celosos porque quieren nuestro ser, nuestro tiempo, nuestra atención y adoración para ellos mismos, y también para los que se benefician de la idolatría”.
En este contexto, no deja de ser tragicómico que los mismos que cuestionan las presuntas “riquezas” del Vaticano –custodio de tesoros que son patrimonio de la Humanidad– ni se inmuten cuando ven gastar miles de millones de dólares en lujosos templos deportivos que, con su propia liturgia, adoran al dios gol y a sus servidores…
También resulta paradójico que nuestra civilización, que presume de ser libre, madura y culta, viva atada a los horarios de los partidos; por no mencionar el cambio del armonioso y sereno canto gregoriano, por el estridente e insoportable ruido de las vuvuzelas. O que haya dejado de dedicar una hora, los Domingos, para adorar al Creador del Universo –que nos ofrece la salvación eterna–, mientras no duda en dedicar por lo menos dos horas los Domingos –y horas de charla el resto de la semana– a ídolos con pies de barro, que lo único que ofrecen es una alegría pasajera que a la larga es una ecuación de suma cero: hoy gana A, mañana gana B; hoy gana B, mañana gana A. Así, van acumulando triunfos y derrotas sin solución de continuidad, hasta el fin de los tiempos…
El problema, reiteramos, no está en el fútbol, sino en la actitud del hombre moderno ante él. En otro tiempo, era un deporte que se podía disfrutar en familia. Hoy, donde todo es inclusivo, el fútbol ha dejado de serlo, pues son muchos los que temen ir al estadio con sus esposas e hijos, a causa de violencia que es tan común allí.
Quizá sea hora de que todos reflexionemos sobre nuestra relación con el fútbol: está muy bien disfrutarlo como deporte, pero no parece muy sano obnubilarse, ni adorarlo y servirlo como a un ídolo.
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