El beato Jacinto Vera reúne en su persona dos modos id de vida que han influido mucho en mi forma de pensar: el del gaucho y el del santo. De niño y de joven tuve como modelo ideal de hombre al gaucho, al hombre de campo: a ese personaje libre y rebelde que vivía en nuestra campaña, acompañado de su caballo, su guitarra, su perro, su china, su facón, su poncho… y poco más. Pase muchas horas de mi adolescencia y juventud escuchando folklore, en las guitarras y/o en las voces de Santiago Chalar, Carlos María Fossatti, José Larralde, Argentino Luna, Rufino Mario García y otros muchos.
Herencia pa´ un hijo gaucho, de Larralde, fue para mí casi una “biblia” juvenil. Mi padre compró el disco y yo pasaba horas escuchándolo, abrevando en sus consejos:
“Cuando no se quiere ver,
no hay más que cerrar los ojos.
Pero no es bueno a mi antojo,
ser ciego por voluntad:
castiga más la verdad
en rancho que usa cerrojo”.
“Pa´ l amigo que precisa,
trabaje sin interés:
pa´ ayudar no hay una vez,
¡nunca cuente sus gauchadas!
Acordarse y dar patadas
no aparejan honradez…”
Ya mediando la veintena empecé a recibir formación católica. Y aunque hasta hoy me cuesta poner en práctica las enseñanzas recibidas, ahí entendí que todo hombre está llamado por Dios a ser santo. Esa es la vocación que Nuestro Señor puso en nuestros corazones al crearnos y por eso, a pesar de nuestras miserias, procuramos responder para alcanzar el Cielo: la vida eterna.
Por eso, para mí –y para tantos orientales– es tan importante, tan cercana y tan querida la figura del beato Jacinto Vera. Por gaucho, y por santo.
Lo imagino a caballo, con un apero muy pobre, pero buen jinete, sorteando con campera habilidad bañados y ríos, montes y cuchillas. Lo imagino repartiendo trozos de asado entre sus compañeros de viaje y tomando mate entre anécdotas, risas y consideraciones espirituales en las ruedas de fogón, bajo las estrellas: es probable que durante sus largos viajes, no siempre encontrara una casa y un techo para cobijarse durante la noche.
Don Jacinto debió ser tan buen baqueano de los caminos de la Patria, como de los caminos de las almas de sus compatriotas. Almas que él tenía la responsabilidad de guiar, sanar y ayudar a encontrar el camino a la eternidad…
Nuestro primer obispo era gaucho también –y, sobre todo–, por su liberalidad. Este término, a menudo equívoco, ha sido usado prácticamente hasta el presente en nuestra campaña en su antiguo sentido castellano. ¿Qué significa? Magnánimo, generoso, hospitalario, capaz de darlo todo –en el caso de Jacinto, hasta los pantalones– por su prójimo.
La lealtad era otra característica muy gaucha de nuestro obispo santo. Era leal con sus amigos y más leal aún con sus enemigos. En tiempos del conflicto eclesiástico, cedió todo lo que pudo. Sólo cuando su conciencia y la libertad de la Iglesia no le dieron otra opción, se paró firme en defensa de lo que era justo, en contra de la injerencia del gobierno en decisiones que sólo correspondían.
Seguramente, don Jacinto superaba con creces al gaucho promedio en su capacidad de perdón y en su auténtico e incomparable amor a sus enemigos. Pero tampoco hay que pensar que el gaucho era siempre vengativo y cruel. Basta recordar el enfrentamiento a lanza entre Timoteo Aparicio y el “Goyo Jeta”, en el que el primero le perdonó la vida al segundo…
Y es que el perdón a los enemigos, en los países hispanos, no sólo está en el Evangelio. Está también en la vida de muchos cristianos que lo leyeron y lo hicieron carne. Por ejemplo, en aquel magnífico e incomparable “clemencia para los vencidos” de nuestro prócer Artigas. ¿Cómo no iba a estar el pequeño Jacinto imbuido de esas sanas ideas, de esas buenas conductas, que tanto contrastaban con otras, tan deplorables como anticristianas?
Jacinto supo vivir y desenvolverse –como hombre campero que era– en el ambiente rural de su tiempo. Pero además supo tomar del gaucho sus mejores virtudes –fruto de sus raíces hispanas y de su permanente contacto con la naturaleza– y aprovecharse de ellas para mover a los hombres y mujeres de su tiempo a la santidad.
Jacinto es un santo gaucho porque vivió en un tiempo y un ambiente gaucho. Nuestro desafío es aprovechar lo bueno de nuestro tiempo para ayudar a las almas a encontrar el camino al Cielo. No podríamos rendir mejor homenaje a nuestro santo gaucho que acercar a nuestros amigos a los sacramentos: a la gracia, a Nuestro Señor Jesucristo.
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