Los términos izquierda y derecha, aplicados a la política, nacieron por comodidad el 28 de agosto de 1789. Ese día, la Asamblea Nacional Constituyente establecida por la Revolución Francesa, estaba discutiendo si el veto del rey a las leyes aprobadas por la futura Asamblea Legislativa debía ser total o parcial. Era tal el desorden y la dificultad para contar los votos, que el presidente de la Asamblea mandó ubicar a los partidarios del veto absoluto a la derecha y a los partidarios del veto parcial a la izquierda. Por comodidad, estos términos se siguen usando… Sin embargo, la disyuntiva actual ya no parece estar entre la izquierda y la derecha, sino entre los defensores de la patria y los promotores del globalismo: hoy, lo que está en juego no es tanto la economía, sino la mismísima concepción filosófica y antropológica sobre la que se construyó la civilización occidental.
En efecto, ciertos sectores de la izquierda y ciertos sectores de la derecha discrepan en lo económico, pero se abrazan y marchan bajo las mismas banderas en lo cultural. Promueven juntos la ideología de género, la venta libre de drogas, el aborto, la eutanasia y la Agenda 2030… Con matices apoyan al unísono casi toda iniciativa globalista. Unos y otros se caracterizan por ser políticamente correctos. Suelen estar más inclinados a acatar las recomendaciones de los organismos internacionales que a defender el interés nacional. No pocas veces, unen sus voces para tildar de “ultraderechistas”, “neofacistas” y cuanto mote estigmatizante sea capaz de pergeñar la mente humana a quienes discrepan con sus “agendas”.
No se trata, por supuesto, de reivindicar un patriotismo o un nacionalismo xenófobo, negador de los magníficos aportes que los distintos pueblos de la tierra han hecho a la Humanidad. Muy por el contrario, de lo que se trata es de preservar la identidad de las naciones, cuya diversidad cultural –tan defendida en ambientes ecologistas–contribuye notablemente al diálogo entre los pueblos.
Así, mientras reivindicamos nuestra identidad, nuestros valores y tradiciones de fuerte arraigo oriental e hispanoamericano, aplaudimos que hagan lo mismo los españoles, los australianos, los vietnamitas y los keniatas.
Por eso, mientras los globalistas de Davos sigan repitiendo a los ciudadanos del mundo que en 2030 no tendrán nada y serán felices, nosotros seguiremos afirmando que necesitamos y queremos tener “cosas” para ser felices: necesitamos y queremos trabajar para ganarnos la vida, realizarnos y trascender, y tener un hogar para establecernos con nuestra familia, para educar a nuestros hijos; necesitamos y queremos contar con iglesias para cultivar nuestra fe, para alabar y agradecer a Dios por todo lo que nos da; necesitamos y queremos seguir venerando a nuestros héroes, cantándole a nuestras tradiciones, izando nuestras banderas. Necesitamos y queremos seguir tomando mate y comiendo asado de carne verdadera. Necesitamos y queremos seguir hundiendo nuestras raíces en nuestra patria, y lo vamos a seguir haciendo aunque nos cueste la vida. Porque no solo buscamos la fugaz felicidad de esta tierra, sobre todo buscamos –para nosotros y para nuestros seres queridos– la vida eterna en la patria celestial.
Para terminar, cabe recordar que fue gracias a la Revolución Francesa que nació el constitucionalismo. ¿Con qué objeto? Con el de controlar el poder del absolutismo monárquico, equilibrándolo mediante constituciones que establecieran la división de poderes y garantizaran las libertades individuales. Fueron las constituciones –con todos sus defectos, pues no hay sistema político perfecto– las que a lo largo de los siglos permitieron a los pueblos a través de sus representantes –más o menos reales, más o menos ficticios– gozar de ciertos mecanismos de control sobre quienes ejercen el poder en las naciones.
Sin embargo, a partir del surgimiento de ciertos organismos que se arrogan poderes supranacionales, muchos Estados presuntamente soberanos e independientes han empezado a ceder cuotas de poder de sus gobiernos, a burócratas internacionales serviles al globalismo.
La pregunta clave es: ¿cómo se puede contrarrestar o controlar un poder supranacional único y global? ¿Acaso no necesita contrapesos? ¿No serán los Estados nacionales, por casualidad, los mejores contrapesos posibles? De ahí que la única lucha que hoy parece tener sentido, es la de patriotas contra globalistas.
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