No cometió ningún delito y quien lo acuse debe ser condenado por atentar contra su honor.
Pocas palabras, porque bastan y para que se lean.
Para adelantarme a algún “inteligente” que trate de ridiculizar mi pensamiento, empiezo por decir que soy amigo, muy amigo, como un hermano mayor de Gustavo Penadés.
Así es desde hace 40 años.
Lo conozco mucho y sé de su opción sexual, que ha vivido con discreción, sensibilidad y delicadeza.
También sé de su calidad humana, su honestidad y su grandeza.
Como todos, sé de sus éxitos en la labor política, reconocidos unánimemente y del extraordinario respeto que se ha ganado por su manera de actuar en ese difícil terreno.
Y también sé que su orientación sexual es su talón de Aquiles en esta sociedad homofóbica, hipócrita y envidiosa, que no tolera éxitos rotundos, como los alcanzados por Gustavo, y en la que habitan lacras prontas al ataque despiadado contra quien se destaca por sus logros.
Por eso hoy es una víctima de la infamia, que está afectando su honor y consideración pública.
Estoy convencido de su inocencia y, por eso, no necesita de mi defensa en ese plano.
Sí creo que la necesita –al igual que la de todo ser decente de esta tierra– para recuperar ese honor que está mancillado por una inmunda acción, por la que corresponde condena penal.
Porque, en nuestro Derecho, la única forma de recuperar la honra atacada infamemente es por la sentencia condenatoria pública del infame, que cometió alguno o todos los delitos contra el honor, como la difamación, la injuria o la calumnia.
Estoy un poco oxidado y alejado de los conocimientos jurídicos como para ponerme a pontificar al respecto y, además, es tarea que no me corresponde.
Lo que sí sé –porque alcanza con leer o escuchar las declaraciones de quien ha hecho escarnio de Penadés– es que ha reconocido expresamente, por lo menos, dos condiciones para la comisión de esos delitos: uno, la carencia de pruebas de lo que afirma y dos, haber actuado con ánimo de causar daño a Gustavo con sus dichos o, por lo menos, con gran irresponsabilidad y desinterés por las consecuencias de su actuar.
Por eso, en este caso, tengo esperanzas de que los operadores del sistema de justicia en nuestro país actúen con celeridad, en defensa del bien jurídico protegido, el honor de Gustavo Penadés y condenen al infame.
Sería una forma de demostrar, además, que en el Uruguay la honra de las personas tiene mecanismos de reivindicación, a pesar de que parezca estar tan devaluada.
También tengo esperanzas de que todos quienes conocen bien a Gustavo Penadés y saben de su probidad y su acrisolada honestidad en todos los planos, unan su voz a la mía, para exigir la pronta cura de su honor lastimado.
Espero que sientan esa exigencia y superen temores y tentaciones de oportunismos para sacar espurias ventajas políticas.
José Pedro Isasa
Del lector
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