La esfera pública, al igual que el mundo en común, nos junta y no obstante impide que caigamos uno sobre otro, por decirlo así. Lo que hace tan difícil de soportar a la sociedad de masas no es el número de personas, o al menos no de manera fundamental, sino el hecho de que entre ellas el mundo ha perdido su poder para agruparlas, relacionarlas y separarlas. (…)
Históricamente, sólo conocemos un principio ideado para mantener unida a una comunidad que haya perdido su interés en el mundo común y cuyos miembros ya no se sientan relacionados y separados por ella. Encontrar un nexo entre las personas lo bastante fuerte para reemplazar al mundo, fue la principal tarea política de la primera filosofía cristiana, y fue san Agustín quien propuso basar en la caridad no sólo la “hermandad” cristiana, sino todas las relaciones humanas. Pero esta caridad, aunque su mundanidad corresponde de manera evidente a la general experiencia humana del amor, al mismo tiempo se diferencia claramente de ella por ser algo que, al igual que el mundo, está entre los hombres. (…) El carácter no público y no político de la comunidad cristiana quedó primeramente definido en la exigencia de que formara un corpus, un cuerpo, cuyos miembros estuvieran relacionados entre sí como hermanos de una misma familia. La estructura de la vida comunitaria se modeló a partir de las relaciones entre los miembros de una familia, ya que se sabía que éstas eran no políticas e incluso antipolíticas. Nunca había existido una esfera pública entre familiares y, por lo tanto, no era probable que surgiera de la vida comunitaria cristiana si dicha vida se regía por el principio de la caridad y nada más.
(…) Sólo la existencia de una esfera pública y la consiguiente transformación del mundo en una comunidad de cosas que agrupa y relaciona a los hombres entre sí, depende por entero de la permanencia. Si el mundo ha de incluir un espacio público, no se puede establecerlo para una generación y planearlo sólo para los vivos, sino que debe superar el tiempo vital de los hombres mortales. Sin esta trascendencia en una potencial inmortalidad terrena, ninguna política, estrictamente hablando, ningún mundo común ni esfera pública resultan posibles. Porque, a diferencia del bien común, tal como lo entendía el cristianismo -salvación de la propia alma como interés común a todos—, el mundo común es algo en que nos adentramos al nacer y dejamos al morir. Trasciende a nuestro tiempo vital tanto hacia el pasado como hacia el futuro; estaba allí antes de que llegáramos y sobrevivirá a nuestra breve estancia. Es lo que tenemos en común no sólo con nuestros contemporáneos, sino también con quienes estuvieron antes y con los que vendrán después de nosotros. Pero tal mundo común sólo puede sobrevivir al paso de las generaciones en la medida en que aparezca en público. La publicidad de la esfera pública es lo que puede absorber y hacer brillar a través de los siglos cualquier cosa que los hombres quieran salvar de la natural ruina del tiempo. Durante muchas épocas anteriores a la nuestra -hoy día, ya no – los hombres entraban en la esfera pública porque deseaban que algo suyo o algo que tenían en común con los demás fuera más permanente que su vida terrena. (Así, la maldición de la esclavitud no sólo consistía en la falta de libertad y visibilidad, sino también en el temor de los propios esclavos “de que, por ser oscuros, pasarían sin dejar huella de su existencia”.) Quizá no haya testimonio más claro de la desaparición de la esfera pública en la Edad Moderna que la casi absoluta pérdida de interés por la inmortalidad, eclipsada en cierto modo por la simultánea pérdida de preocupación metafísica hacia la eternidad. Esta, por ser tema de los filósofos y de la vita contemplativa, ha de quedar al margen de nuestras consideraciones. Aquélla se identifica con el vicio privado de la vanidad. En efecto, bajo las condiciones modernas resulta tan improbable que alguien aspire seriamente a la inmortalidad terrena, que está justificado pensar que sólo se trata de vanidad.
Hannah Arendt, en “La condición humana” (1958)
El pensamiento de Hannah Arendt en frases
“El perdón es la clave para la acción y la libertad”
“Los revolucionarios no son los que hacen las revoluciones, sino los que saben que el poder está en las calles y pueden levantarlo”
“El poder y la violencia son polos opuestos; donde el uno gobierna absolutamente, la otra está ausente. La violencia aparece cuando el poder está amenazado, pero si se le deja seguir su propio curso, termina con la desaparición del poder”
“El crecimiento económico podría convertirse algún día en una maldición en lugar de un bien, y bajo ninguna circunstancia puede conducir a la libertad ni constituir una prueba de su existencia”
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