En 2008, la quiebra de Lehman encontró a Ben Bernanke al frente de la Reserva Federal. Un economista con la mejor formación posible, Bernanke se había mantenido durante toda su carrera dentro de las “bandas” que marcaba la doctrina de su guilda. Sin embargo, la gravedad de la situación requería herramientas monetarias nunca antes experimentadas por la Fed y que se pusiera en práctica a partir de esos días cruciales. Bernanke tenía a su favor que era el mayor experto de su generación sobre la Gran Depresión. En contra tenía a gran parte del sistema político y a la “opinión experta” de la mayoría de sus colegas académicos. La historia terminó demostrando cuáles hubieran sido las consecuencias si Bernanke elegía otro curso de acción. Ese cuadro se pudo observar en Europa que, dominada por la ortodoxia monetaria del Bundesbank, casi termina con la quiebra de todos los países de la periferia europea, desde Islandia hasta Grecia. Este círculo vicioso y deflacionario se interrumpió con la llegada en 2011 de Mario Draghi al Banco Central Europeo, quien acuñó la famosa frase “haré lo que haya que hacer”.
La experiencia de la crisis financiera global permitió que, ante la crisis que sobrevino con la pandemia, los países desarrollados se encontraran mejor preparados con una caja de herramientas adecuada. Si en los últimos tiempos era considerado un pecado mortal que en Uruguay las Fuerzas Armadas se fabricaran sus uniformes, en pocos días vimos como el personal de las diferentes fuerzas cosían tapabocas cuando el mercado no lograba ofrecerlos. Y por casi un año esos tapabocas fueron nuestra única vacuna. Evidentemente el Estado logró reaccionar con rapidez ante las necesidades del momento, desafiando órdenes de batalla y doctrinas que parecían marcadas a piedra.
Sin embargo, nuestra política económica no hizo uso de todas las herramientas disponibles. La política monetaria, lejos de ser expansiva, fue contractiva y sus efectos se ven con un dólar que ha quedado planchado en los niveles de inicios del año. No se puede decir que con un déficit del 5% la política fiscal haya sido contractiva, pero sí lo ha sido en términos relativos respecto a gran parte del resto del mundo. A los efectos del estímulo económico, lo que importaba era la primera derivada, no el nivel de la función. Claramente los elevados niveles de deuda acumulados por el astorismo-bergarismo dejaron al MEF con escaso margen de maniobra, y frente al riesgo de perder la calificación de crédito, sus autoridades se inclinaron por la cautela. ¿Significa esto que no tenemos más nada para hacer en términos de política económica?
De ninguna manera. Es verdad que después de la Guerra, la profesión fue de a poco restringiendo su herramental. El nuevo paradigma imponía una retirada del Estado de la economía, que con el tiempo quedó limitado al manejo de las palancas monetarias y fiscales, las que deberían seguir “reglas” que acotaran el margen de maniobra del sistema político. Quizás el clímax de rigidez de estas políticas llegó con el Tratado de Maastricht de 1992, que encorsetó a Europa a tal punto que desencadenó la primera crisis del Sistema Monetario Europeo.
En el proceso olvidaron a la microeconomía –¿Chile?–, ignorando que muchos de los modelos teóricos que sirven de base a las recomendaciones de política no funcionan si no se cumple el supuesto de mercados competitivos. Un tuitero notaba estos días que una conocida marca de pasta de dientes en el Chuy cuesta $43, y si se le agregan los impuestos de importación, costaría $69. Sin embargo, del otro lado de la calle su precio es $120. Esto desafía a todas las luces la ley del precio único, que indica que en mercados competitivos un mismo bien o servicio debería tener igual precio en todos los países, corregido por costo de transporte. ¿Será esta una falla de mercado? ¿Dónde están las políticas de libre competencia? ¿Es posible que el combustible no sea el único precio monopólico en nuestra economía?
Todo parecería indicar que la política económica se encuentra encorsetada por un objetivo inflacionario difícil de alcanzar y del cual dependen las futuras negociaciones salariales, como bien explicó el Ec. Gustavo Licandro hace unas semanas en La Mañana. Intentar frenar la inflación subiendo la tasa de interés es como ajustar un tornillo con una llave inglesa. Se puede llegar a lograr el objetivo, pero seguramente con un daño importante, en este caso una profundización del atraso cambiario y un aumento del déficit parafiscal. Los “Platitos chinos II” o “El retorno de Bergara” podría ser el título de una película que los uruguayos vieron ya demasiadas veces.
Para salir de esta trampa se necesitan otras herramientas, que utilizadas con moderación y acotadas en el tiempo pueden resultar eficaces. Una de ellas es aplicar medidas que desestimulen la entrada de capitales especulativos, como hace Chile desde hace décadas y últimamente es hasta aceptado por el FMI. Con esto se lograría mantener esta tasa de interés doméstica más alta sin que ello atraiga vendedores de dólares. Es una medida que puede funcionar para poner freno temporal a una caída del dólar que puede hacernos perder la competitividad que recuperamos en los últimos dos años. La otra es controlar los precios de determinados artículos de consumo, cuyos niveles resultan poco explicables en un mercado verdaderamente competitivo. Existe mucho para hacer antes de llegar al extremo de que el Estado tenga que importar pasta de dientes o papel higiénico. Y el combustible no es el único bien más caro que en el resto de la región.
Después de todo, si se pide a los trabajadores que acoten sus demandas salariales, también se debería pedir un esfuerzo similar a algunos importadores de productos de la canasta básica. Para resolver situaciones de esta naturaleza es que el constituyente previó la figura del Consejo de Economía Nacional, cuya convocatoria viene reclamando de hace tiempo Cabildo Abierto.
Nota para escépticos: los controles de precios y salarios fueron aplicados en 1968 por el presidente Jorge Pacheco Areco, insospechado de ser un político populista, mucho menos dirigista. En 1971, Richard Nixon pasó medidas similares en Estados Unidos. Milton Friedman reaccionó negativamente, diciendo que Nixon “tenía agarrado al tigre por la cola”. Sin embargo, fue a George P. Schultz –un admirador de Friedman– a quien tocó implementar la medida desde la Oficina de Administración y Presupuesto. Schultz, antes que economista, era un político avezado y con esta medida terminó salvando al primer gobierno de Nixon.
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