Ya acercándome de a poco a los cuarenta años, cuando converso con aquellos más jóvenes que se abren al mundo de las ideas y los desafíos profesionales, intento dar un solo consejo: procuren tener buenos maestros.
El buen maestro amplía los horizontes, sale de los lugares comunes, de las trampas de los casilleros ideológicos y exige a las nuevas generaciones mantener viva la llama de los grandes ideales.
He tenido en Hugo Manini Ríos a uno de mis grandes maestros, junto a mi padre. Ambos se fueron a la edad de ochenta años, pero dejaron tras de sí una cantidad de discípulos y personas entre quienes me reconozco, que sentimos una enorme gratitud por su generosidad y su orientación durante etapas clave de la formación y de la vida.
Intenté en estos días sintetizar en pocas palabras quién fue Hugo. Fue sin dudas un rodoniano, un hombre de fe y de familia. Alma máter como su abuelo Pedro, al que admiraba. Un trabajador incansable y un agudo pensador que marcó rumbos.
En estas horas estuve releyendo su libro “Rodó y la Gran Colombia” publicado en 2009, en cuya portada puede verse un bajorrelieve del efebo alado que representa “la llamarada del espíritu”, del escultor D’Aniello. El ejemplar que guardo en mi biblioteca tiene el valor afectivo de su dedicatoria y su trabajo en sí tiene un interesantísimo valor documental e intelectual.
Allí compiló una conferencia que dictó en la Embajada de Colombia con motivo de los 90 años de la muerte de Rodó, una semblanza de ocho de los más representativos arielistas de la primera hora como Ugarte, Vasconcelos, García Calderón, Reyes, los hermanos Henríquez Ureña, Blanco Fombona y Torres, y una selección de textos del propio Rodó.
En uno los párrafos del Prefacio se hace una interrogante que tiene plena vigencia: “Me extraña que en este amague integracionista de los últimos veinte años, llámese Mercosur o Comunidad Suramericana de Naciones, se le de tanta prioridad al tema comercial y económico –que sí tiene importancia- pero no se jerarquice las raíces culturales que unen a los pueblos de América Latina”, escribió Hugo.
Me vienen a la memoria tantas visitas a la Azotea de Haedo, un lugar tan preciado para él y por el cual hizo gestiones que fueron fundamentales para que se conserve como patrimonio. Hace algún tiempo dijo allí que “las dos principales obras de Rodó: Ariel y Motivos de Proteo, tienden a complementarse entre sí para ensanchar su idea del americanismo. El primero es un llamado a la autoestima de los pueblos de la América Latina, y movilizar a los jóvenes en torno a un ideal. El segundo con su lema de ‘reformarse es vivir’, procura la reforma interior, que nos permita acceder a los horizontes de grandeza, sin los cuales quedaríamos rezagados”. En esa ocasión también se refirió a la importancia de que se reconstruya el mural de Glauco Capozzoli, “La respuesta de Leuconoe”, que decora el teatro al aire libre.
Esa influencia de José Enrique Rodó, que él mismo relata estaba presente en su hogar de nacimiento pero que encarnó definitivamente cuando le tocó recorrer América Latina siendo presidente de la Asociación de Cultivadores de Arroz, lo llevó a cumplir con otro de sus mayores honores como fue el haber presidido la Sociedad Rodoniana de la cual había sido cofundador. Recordaba con mucho orgullo especialmente el Congreso Internacional que organizó en 2017 en ocasión del centenario de la muerte del escritor, que contó con la bienvenida del presidente de la República y una nutrida participación de expertos.
Siempre he pensado que Hugo hubiera sido un excelente embajador de nuestro país porque reunía las cualidades de ser un empresario con experiencia y al mismo tiempo una persona de una vasta cultura. Sin lugar a dudas, por su poder de oratoria y olfato político también hubiera dejado su huella en el Senado de la República con actuaciones memorables si así se lo hubiera planteado. Simplemente no fue su prioridad. Lo suyo fue sembrar y sembrar, tanto en su actividad agropecuaria y gremial como en el plano de las ideas y las personas.
Al igual que su abuelo Pedro Manini Ríos, se destacó por participar de la creación o refundación de distintas iniciativas en donde dejó su sello. Seguramente una de las más preciadas para él fue el relanzamiento de La Mañana, tan ligada a su historia familiar y política. En 2018 nos confió a unos pocos su proyecto para que volviera como semanario después de varios años de haber cerrado. En ese camino nos acompañó, nos guio y enseñó lo que representaba, para que pudiéramos encaminarla acorde a los nuevos tiempos.
Admiré su capacidad de trabajo. Lo pude ver en tareas del campo, recorriendo de sol a sol, haciendo cientos de kilómetros diarios, encima de todos y cada uno de los problemas para encontrar una solución. Y desde luego, lo veía cada semana yendo y viniendo a la redacción del semanario para participar de todas las decisiones, mientras reunía material e información de actualidad para escribir sus columnas o se tomaba el tiempo para corregir minuciosamente lo que estaba por salir.
Para ilustrar la pasión que mostraba en cada tarea y en cada momento de su vida, se me ocurre contar lo que experimenté en los últimos cuatro años. Los días martes de cierre de edición del semanario solían estirarse hasta altas horas de la madrugada y lo tenían a Hugo al pie del cañón trabajando normalmente en varias cosas a la vez. Una vez terminado, a veces a las 2 o hasta 3 de la mañana, solía llevarme en el auto hasta la puerta de mi casa. En el trayecto es como si su energía en lugar de disminuir, aumentaba y era capaz de conversar y analizar cualquier tema del presente o de los más remotos con absoluta memoria y lucidez. Era usual quedarse una hora más estacionado en la puerta hasta que el sueño me vencía y ahí se despedía hasta el otro día. Tenía una vocación magisterial fuera de serie.
Fue un hombre de fe. Nació el día de San Benito y tenía especial devoción por Jacinto Vera, el obispo gaucho que será beatificado en pocas semanas, a quien le atribuía más de un milagro. También guardo en mis mejores recuerdos una visita que hicimos juntos a la Basílica de Guadalupe en México. La historia de Cristeros lo conmovía profundamente.
Concretó junto su familia muchas obras y servicios a su comunidad, sobre todo importantes teniendo en cuenta que se trata de una zona que tiende a ser olvidada de nuestro país, entre los departamentos de Treinta y Tres y Cerro Largo. Compartí alguna Pascua entre sus seres queridos en La Miní y en compañía de sus adorados nietos.
Por todas estas razones y varias más, Hugo fue un maestro que marcó rumbos, un motivador e inspirador de nuevas generaciones, que permanecerá en nuestro recuerdo. ¡Gracias y hasta siempre!
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