En la Antigüedad clásica, los griegos entendieron que lo que hace humano al hombre es su capacidad de contemplar la realidad. De esta contemplación, surgieron las siete “artes liberales”, que son las que permiten al hombre ser verdaderamente libre. Mientras tanto, las “artes serviles” se estudiaban por la utilidad práctica que tenían.
Durante la Edad Media, en el seno de la Cristiandad, nacieron las primeras universidades. En ellas se estudiaban las artes liberales de forma integral, en el marco de una cosmovisión cristiana. Los estudios comenzaban con el trívium –gramática, lógica y retórica– y continuaban con el quadrivium –matemática, geometría, astronomía y música–. Estos estudios son el origen de lo que hoy denominamos Humanidades.
A principios del siglo XX, ante la creciente especialización y división de la realidad en materias, surgió en Estados Unidos el Movimiento de los Grandes Libros. Su objetivo era volver a los clásicos de la literatura, la filosofía, la historia y la ciencia, pues en ellos se contienen los valores profundos y universales de occidente. Al decir de Dom Francis Bethel, “los clásicos son la conciencia de nuestra civilización”.
Los impulsores de este movimiento sabían que el desconocimiento de los clásicos era la causa de la pobreza cultural reinante, incluso entre universitarios. Y que esto estaba ligado al eclipse de las Humanidades y de la educación liberal.
A mi juicio, este eclipse es consecuencia del deslumbramiento del hombre ante los avances de la ciencia y la tecnología, y de que las propias Humanidades fueron perdiendo poco a poco su humanidad…
¿Qué significa esto? En palabras del profesor John Senior –cofundador con Denis Quinn y Frank Nelick del Programa de Humanidades Integradas en la Universidad de Kansas–, “los departamentos de Estudios Clásicos, Literatura, Filosofía, Historia, Música, Arte y otros similares de las universidades, se han poblado de expertos en edición de textos e indexación computarizada, que construyen hipótesis lingüísticas, sociológicas y psicológicas, las cuales, más allá de su utilidad, carecen de valor humano. Realizan investigaciones científicas en el campo de las Humanidades, que en sí mismas, no son científicas”.
“La educación moderna –dice Senior– se ha vuelto cada vez más suicida en la invasión de la ciencia en la escuela y los colegios de artes liberales, donde los estudiantes tradicionalmente han aprendido la poesía, la música, la historia, la naturaleza; el amor a estas cosas, no su disección y análisis. Cuando esto se pierde y los medios ocupan el lugar del fin, la humanidad se destruye a sí misma, víctima de sus instrumentos”.
Para Quinn, el enfoque científico de las Humanidades “envenena el gusto de la gente por la poesía, la música, el arte y la filosofía, que es lo que debería disfrutar el estudiante universitario ordinario. Cuando los estudiantes tienen que profundizar en la estructura de una obra, pierden el objetivo principal de la literatura: su valor emocional”.
Para estos profesores, el propósito de las Humanidades no era aumentar el conocimiento de sus alumnos, sino humanizarlos: esto es, ayudarlos a crecer tanto en intelecto como en voluntad, a transformar sus vidas, a perfeccionarse en cuanto personas: a disfrutar y amar la sabiduría. A despertar su interés por aprender. Ese es –o debería ser– el fin de la educación. Y sobre todo, de la educación humanística.
“Intentamos cultivar no solo la mente o el corazón, sino ambos aspectos de la experiencia humana –decía Quinn–. No solo saber, sino también desarrollar el deseo de saber. Queremos humanizar a los estudiantes y sacar sus respuestas humanas de forma integrada”. Por eso, procuraban leer con ellos “lo que las mentes más grandes de todas las generaciones han pensado sobre lo que debe hacerse para que la vida de cada hombre sea vivida con inteligencia y refinamiento”.
Por último, para que esa educación dé buenos frutos es necesario partir de una cosmovisión realista: “Cualesquiera sean los beneficios de esta lectura de los clásicos –dice Senior–, incluso la de los más grandes, no producirá ningún fruto si no hay un criterio que distinga entre lo verdadero y lo falso”.
¿Qué tipo de profesionales egresa de nuestras universidades? ¿Individuos que acumulan conocimientos, o personas formadas de manera integral, verdaderos amantes de la sabiduría, hombres libres capaces de alcanzar el fin último para el que fueron creados?
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