En la última edición del semanario perteneciente al grupo de grandes superficies que encabeza el empresario argelino-francés Jean-Charles Naouri, con el pretexto de promocionar el último libro del historiador Gerardo Caetano, El liberalismo conservador, se realiza un reportaje al autor.
En el apretujado resumen de dos páginas que hace el medio semanal de los enfoques históricos de Caetano, donde se pretende fundamentar la tesis de “familias ideológicas”, desaparecen los matices con que el destacado politólogo suele suavizar -para hacer más creíbles- las sorpresivas capturas de actitudes puntuales, de figuras que gravitaron en la política de hace más de cien años, que documenta ya sea en posturas circunstanciales, ya sea en cartas o discursos seleccionados, o artículos publicados en los periódicos de aquel entonces.
Es evidente que la nota trasunta en su extenso y capcioso interrogatorio, una notoria intención política orientado a incidir negativamente en el presente y en la actual coalición de gobierno.
El punto que mejor resume la aviesa intención de la entrevista, figura destacada en un recuadro sobre fondo gris y se titula: “El primer gobierno de izquierda”.
La pregunta que formula el semanario, obliga al entrevistado a coincidir con su premisa mayor, que aún con signos de interrogación no deja de ser una afirmación que adelanta la respuesta, de que es incorrecto decir que Tabaré Vázquez fue el primer gobierno de izquierda de Uruguay.
El peor foco es el ideológico
Todo análisis político -y más cuando se revuelven actitudes del pasado para encarnarlas en el presente- siempre actúa de la misma forma que cuando se pretende alumbrar la oscuridad de la noche con un foco. No importa si se trata de la menguada luz de un teléfono móvil o un poderoso reflector. Siempre lo que se logra exhibir es una ínfima superficie de la realidad sometida a la voluntad del que maneja el foco.
Qué pensarían los seguidores del neobatllismo de Caetano si nos pusiéramos a iluminar ciertas actitudes de Batlle que se han tratado de mantener en silencio. Esas sí que serían incompatibles con el posicionamiento de la izquierda a partir de los sesenta, Revolución Cubana mediante.
Desencadenada la guerra civil de 1904, Batlle en el ejercicio de la presidencia, solicita a través de su ministro en Washington, apoyo militar de EE. UU. En plena era del “big stick” la ayuda no se hace esperar y los marines llegan en octubre con algo de retraso. Ya hacía más de un mes había muerto el Gral. Aparicio Saravia y ya se había negociado la Paz de Aceguá. Igual desfilaron por la avenida Sarandí.
En su segunda presidencia sucede un hecho casi desconocido. A fines de abril de 1914 Estados Unidos, luego de un cruento cañoneo de sus acorazados al puerto de Veracruz, toman la ciudad haciendo correr mucha sangre, y luego invaden México con su ejército. Estas noticias provocan una enorme repulsa en toda Latinoamérica y nuestro país no es la excepción.
Los estudiantes universitarios los primeros en iniciar la protesta se concentran en el hall de la Universidad donde lentamente allí se va congregando una multitud en forma espontánea. Inesperadamente se hace presente José Enrique Rodó que es aclamado por la improvisada asamblea allí reunida.
Hace un vehemente discurso el joven estudiante Mendilarzu repudiando los ominosos sucesos. Y deciden desplazarse hacia el monumento a la Libertad.
El jefe de policía de Montevideo, Virgilio Sampognaro, alegando que acata ordenes de arriba, ordena disolver con violencia la espontánea manifestación encabezada por el propio Rodó y donde la mayoría de sus participantes eran pacíficos ciudadanos, solo movidos por la indignación de la noticia del avasallamiento de la nación mexicana.
En este episodio se pone de manifiesto una brutalidad desconocida hasta entonces por parte de policías de a caballo sable en mano que, aunque milagrosamente no producen muertes, sí hay denuncias de cientos de contusos, algunos graves. La prensa de aquel entonces no escatima los más duros calificativos a este insuceso represivo y desde el parlamento se piden explicaciones. A las pocas horas el presidente Batlle le envía una carta al ministro de EE. UU. (embajador) pidiéndole disculpas por la imprudencia de algunos ciudadanos, posiblemente refiriéndose a Rodó.
Nuestro foco en la oscuridad podría escrutar muchos episodios más de figuras consagradas, pero preferimos por ahora quedar aquí.
No es nuestra intención menoscabar a una figura de la talla de Batlle y Ordoñez. Ni tampoco seguir sacando suspicaces conclusiones como por ejemplo que el mayor panegirista de Batlle haya sido Milton Vanger, un norteamericano que en lo más álgido de la Guerra Fría haya venido a nuestro país y tenido el privilegio de acceder a archivos vedados a casi todos los investigadores.
Alberto Methol Ferré resumía en una escueta frase la realidad política del Uruguay de la primera mitad del siglo XX: “Así como Batlle ha forjado decisivamente la conciencia interna del país, podemos afirmar que Herrera ha sido su conciencia externa”. Así resulta que lejos de ser un enfoque de dialéctica bipolar, las dos figuras encarnan los dos pilares principales que en forma complementaria conformaron la imagen de ese Uruguay que descolló en la región y en el mundo. Ni Batlle encarnaba en exclusividad lo social ni Herrera agotaba la preocupación por la soberanía nacional.
Si bien a Batlle se le adjudican todos los laureles del reformismo social, el primer proyecto sobre la reducción del horario de trabajo fue presentado en 1905 por los legisladores Luis Alberto de Herrera y Carlos Roxlo y sirvió de antecedente a proyectos posteriores. Pero debe quedar claro que la sensibilidad por lo social que pautó el comienzo del siglo pasado, fue un trabajo de equipo donde jugaron un rol fundamental los colaboradores más directos de Batlle y Ordoñez que fueron Domingo Arena y Pedro Manini Ríos. Este último fue el redactor de la ley de las 8 horas que recién fue aprobada, con algunas modificaciones, en noviembre de 1915, en la presidencia de Feliciano Viera.
¿Era Manini un liberal conservador?
Vivimos en un país en que para descalificar a los adversarios políticos se abusa de reagrupar con asombrosa facilidad en arbitrarios casilleros a los protagonistas que no responden a determinados intereses y a la vez ir construyendo una historia en base de verdades a medias, cuando no basada en mentiras mil veces repetidas.
Arena y Manini fueron las dos figuras, no sólo más allegadas a Batlle en el primer y más fecundo impulso de estadista, sino que en ellos dos confió la instrumentación de la política social de avanzada. Esto Vanger lo ignora cuando escribe “Humanizando el capitalismo”.
Ambos fueron socios en el estudio jurídico y la entrañable amistad que los unía (pensar que uno provenía del anarquismo y el otro de origen blanco) no cejó después del cisma que provocó la utopía del colegiado, y siguieron compartiendo el tradicional almuerzo hasta el fallecimiento de Arena en 1939.
El destacado político Eduardo Víctor Haedo, protagonista de la historia, en su libro Herrera Caudillo Oriental, hace un enfoque de Pedro Manini donde afirma: “Formado ideológicamente al modo de los radical-socialistas, tuvo de ellos las normas del pensamiento y asimiló el ajuste del método y la claridad de la expresión”.
Cuando Manini en disenso con el proyecto colegialista, funda una nueva agrupación dentro del Partido Colorado, conocida como Riverismo conviene recordar alguno de los principios allí expresados: derechos políticos e igualdad civil para la mujer, el estatuto del funcionario público, el Código del Trabajo con reglamentación del trabajo de mujeres y menores, seguros obreros para la inhabilitación, higiene y seguridad en los talleres, seguros para accidentes de trabajo, de industrias derivadas de la utilización de la materia prima del país, fomento de obras públicas y mejoramiento de los medios de transporte. ¿Suenan estos principios medulares a reaccionarismo?
Soberanía sí, bases no
Luis Alberto de Herrera es otro mal etiquetado en esta historia. Bástenos recordar con la valentía que defendió en momentos difíciles, el cerno de nuestra soberanía.
“El jefe nacionalista no quería ver a su país envuelto en contienda alguna; de ahí su pasión por la neutralidad, una neutralidad que no era ni proalemana ni proargentina ni pronazi, sino, en todo caso, una neutralidad de cara a Estados Unidos…”. Así resumía la posición de Herrera en 1940, Antonio Mercader –periodista, abogado, ex ministro de Cultura- en su libro El Año del León. Brillante trabajo de investigación en los archivos, en especial en los de EE. UU.
El día 21 de noviembre de 1940 el Senado interpeló a Alberto Guani, ministro de Relaciones Exteriores del gobierno del Gral. Baldomir, cada vez más obsecuente con las directivas de Washington. Tras ocho horas de sesión, el alto cuerpo, con una votación nominal en que cada uno dejó constancia de su voto, de los veintiséis miembros en sala (casi unanimidad de presentes), veinticinco aprobaron una tajante declaración: “Este cuerpo en ningún caso prestará su aprobación a tratados o convenciones que autorizaran la creación, en nuestro territorio, de bases aéreas o navales que importen una servidumbre de cualquier género para la nación y una disminución de la soberanía del Estado”.
El ya legendario Caudillo blanco, combatiente en los dos últimos alzamientos blancos, de 1897 y 1904, voluntario en la infame guerra entre Paraguay y Bolivia, donde el Gral. Estigarribia le concedió el grado de General, al cerrar su discurso parlamentario rompió el tono calmo que este traía y retrucó, con voz tronante, aquella parábola de las manzanas para advertir que: “…los pueblos de este Continente no caen como las manzanas y en nuestra América del Sur no hay viento, por fuerte que sea, capaz de arrancarlos del árbol!”.
La posición del Partido Nacional, liderado por Luis Alberto de Herrera, no guardaba relación con los equilibrios de fuerza anteriores al desenlace de la Segunda Guerra Mundial. En 1947 ya comenzando las disensiones entre los dos principales vencedores de la contienda armada -la llamada Guerra Fría-, el 10 de junio el Honorable Directorio declara en el artículo 4º.: “Su decidida oposición a que el país se enrole en organizaciones permanentes que comprometen de tal modo la libre voluntad de la República, supremo valor que nuestro pueblo conquisto heroicamente y por cuya integridad debemos velar hasta el sacrificio”.
Wilson Ferreira, avalando la recia y valiente actitud de su antecesor en el liderazgo del Partido Nacional, expresó en 1985: “Vengo del tronco nacionalista independiente muy duramente enfrentado al herrerismo. Pero también los años me han enseñado a ver una cosa sobre la cual vale la pena reflexionar… percibir cómo, a pesar de la necesidad de alinearse con la democracia y con la lucha contra el nazismo, había que preservar simultáneamente la soberanía nacional, bueno, eso era una cosa que Herrera advirtió, y hay que reconocer que aquí no hay bases militares porque él lo impidió”.
En cuanto a José Irureta Goyena, en política nada tenía que ver ni con Manini ni con Herrera. Fue uno de los fundadores del Partido Constitucional y encabezó las listas de la efímera Unión Democrática. Se trataba sí de un destacado jurista que fue decano de la Facultad de Derecho y autor del Código Penal. Presidió el Colegio de Abogados, así como también la Asociación Rural y luego la Federación Rural.
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