Días pasados visitamos la ciudad de Madrid y bordeando la Plaza España llegamos a la Plaza de la Marina Española, donde se ubica el Senado de dicho país. El edificio central se encuentra construido en el estilo clásico de los grandes edificios de España y originalmente fue el Colegio de la Encarnación de los religiosos agustinos. La antigua sala de sesiones utiliza precisamente la parte que ocupaba el antiguo templo católico y su presidencia tiene detrás el marco marmóreo del viejo altar. Este edificio cumple hoy funciones más que nada protocolares, puesto que la institución cuenta, como en nuestro país, con un edificio anexo de características modernas, donde sesiona normalmente, en la actualidad, dicha institución.
Digamos que, entre otras cosas, lo que nos impactó, sin tener en cuenta el oropel del antiguo edificio finamente alhajado, extremadamente bien conservado y decorado con una enorme colección de pinturas de antiguos artistas españoles, entre ellos el Greco, fue la existencia de un monumento colocado en el frente del edificio consistente en una ancha y alta columna con una estatua de Antonio Cánovas del Castillo. Este fue un afamado político español de fines del siglo XIX, uno de los principales apoyos del rey Alfonso XII de España, al que se podría caracterizar como un liberal conservador. Al ver el monumento, me vino a la memoria una cita que se le adjudica: “Tengo a la igualdad por antihumana, irracional y absurda, y a la desigualdad por derecho natural”. La afirmación nos obliga casi de manera brutal a reflexionar sobre el tema de la igualdad y preguntarnos si es una imposición social o política que se contrapone a la naturaleza, si la igualdad a la que se aspira es la de partida o de llegada, si la igualdad es de elemental justicia o se contrapone a la realidad de las relaciones humanas.
Nuestra Constitución en su artículo octavo prescribe: “Todas las personas son iguales ante la ley, no reconociéndose otra distinción entre ellas, sino la de los talentos o las virtudes”. La disposición de dicha norma recoge, entre otros un principio contenido en el artículo cuarto de las Instrucciones artiguistas del año XIII que prescribía: “Como el objeto y fin del gobierno debe ser conservar la igualdad, libertad y seguridad de los ciudadanos…”. La disposición constitucional vigente tiene su origen inmediato en la Constitución de 1830, con leves diferencias de redacción impuestas en la reforma del texto constitucional de 1934, a la que se debe lo fundamental de la parte dogmática de nuestra Constitución.
Por esta disposición se consagra el principio de igual protección de las personas por la ley, pero como reconoce Jiménez de Aréchaga esto no excluye que se legisle por clase o grupos de personas, lo que se exige es que “hombres iguales, en circunstancias iguales, reciban un tratamiento igual”. A su vez, el reconocido jurista reconoce que “la filosofía democrática exige que el Estado reconozca la existencia de ciertas desigualdades y busca restablecer la igualdad efectiva entre los individuos mediante un tratamiento desigual”. Finalmente, Jiménez de Aréchaga afirma: “Sin duda la evolución política y jurídica de los Estados democráticos ha venido afirmando un régimen de real igualdad. Esto no quiere decir que se haya alcanzado la meta en tal sentido”. Nuestra Constitución reconoce que la igualdad de principio tiene como excepción el reconocimiento de los talentos y virtudes. En definitiva, no se ha consagrado una igualdad absoluta, sino que se aceptan las desigualdades que responden a los méritos y deméritos, a la laboriosidad y a la falta de contracción al trabajo, a la honestidad y a la ausencia de esta, etcétera. Se trata, en definitiva, de conformidad a la sabiduría del constituyente, en una igualdad de tratamiento ante la ley que reconoce naturales diferencias.
Por ello la afirmación de Cánovas del Castillo, que nos vino a la memoria y nos impactó por su crudeza, que choca con el sentimiento igualitarista que predomina en nuestra cultura contemporánea, no deja de hacernos reflexionar sobre la injusticia de un igualitarismo arrasador que atropella las naturales diferencias de talentos y virtudes que distinguen a las personas y que sabiamente legitima nuestra Constitución.
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