Según la ONU, por “«lenguaje inclusivo en cuanto al género» se entiende la manera de expresarse oralmente y por escrito sin discriminar a un sexo, género social o identidad de género en particular y sin perpetuar estereotipos de género. Dado que el lenguaje es uno de los factores clave que determinan las actitudes culturales y sociales, emplear un lenguaje inclusivo en cuanto al género es una forma sumamente importante de promover la igualdad de género y combatir los prejuicios de género”.
Es frecuente que quienes usan el denominado “lenguaje inclusivo”, sustituyan la letra “a” o la “o” por la “e”, por la “x” o por la arroba: en lugar de todos, escriben “todes”, “todxs” o “tod@s”. Claro que ello no es obstáculo para que, en contradicción flagrante con lo anterior, se sustituya la “e” por la “a”: en lugar de presidente o de intendente (participio activo), hay quien dice “presidenta” o “intendenta”.
¿Cuáles son los problemas del lenguaje inclusivo? El primero de todos es su artificialidad. Ese es uno de los motivos principales de rechazo por parte de la Real Academia Española (RAE). En efecto, la institución rectora del lenguaje Castellano, adopta modismos que se van imponiendo por la fuerza del uso, pero no inventos fabricados en escritorios de burócratas ansiosos por cambiar la cultura “a prepo”.
El segundo problema es su ridiculez. Ya comentamos en un artículo anterior la respuesta que dio la propia RAE a una consulta sobre el posible uso de la palabra “marrona” –como femenino de marrón–, para no discriminar…: “Hay adjetivos”, respondió la RAE, “de dos terminaciones, como «rojo, –ja», «amarillo, –lla» o «listo, –ta», y otros de una sola terminación, válida para el masculino y para el femenino, como «marrón», «azul» o «imbécil».”
A estas críticas se han sumado escritores para nada “conservadores”, como Mario Vargas Llosa o Arturo Pérez Reverte. Tan ridículo es el “lenguaje inclusivo”, que a menudo genera risa: una reacción contraria al objetivo que se propone en la mayor parte de las sociedades en las que se ha pretendido imponer.
Otro invento lingüístico no menor es el uso de plurales forzados como “niñeces”, “adolescencias”, “infancias” o “violencias”. En su columna de Infobae, dice al respecto la periodista argentina Claudia Peiró: “Esta idea de que hay que visibilizar lo oculto con plurales forzados es análoga a la de las feministas respecto de la mujer: al parecer no existíamos hasta que llegaron ellas con su cacofónico desdoblamiento”.
¿Quieren usar plurales para visibilizar a los niños y sus problemas? ¡Empiecen entonces por llamar “niños” y “niñas” a los concebidos que habitan en el vientre de sus madres! Quizá eviten así que muchos de ellos sean abortados…
La buena noticia es que para incluir al prójimo, existe desde tiempo inmemorial una letra capaz de incluir a todos y de evitar cualquier tipo de discriminación. Es la conjunción “y”. Incluye a los pobres y a los ricos, a las damas y a los caballeros, a los niños y a los viejos, a los sanos y a los enfermos, a los inteligentes y a los estúpidos…
No hay que inventar palabras raras, ni hablar en plural para ser “inclusivos”. Y menos los católicos. Así como no necesitamos de otra agenda que el Evangelio para orientar nuestro comportamiento social, tampoco necesitamos de un lenguaje inclusivo para querer a los demás como a nosotros mismos.
El amor al prójimo es consecuencia directa del amor a Dios. Sólo si hay amor filial puede haber amor fraterno: porque al hermano se le ama, ante todo, para hacer feliz al padre. Y es Dios Padre quien al fin de nuestra vida, nos pedirá cuentas sobre la forma en que tratamos a nuestros hermanos…
Es esa conciencia de fraternidad la que nos lleva a amar y a incluir al prójimo, como mínimo en nuestra oración. Ahora bien, si vemos que el prójimo yerra, la mayor muestra de amor no será palmearle el hombro y decirle –para no herirlo– que siga adelante con sus errores. Si obramos así, llegado el día del juicio, el prójimo nos preguntará: “¿Por qué no me dijiste que estaba equivocado?”
Quien es auténticamente “inclusivo” –quien ama de veras a los demás– no es el “buenista” que calla y sonríe con mirada bovina, sino aquel que sabiendo que la verdad puede ser dolorosa para su hermano, se la dice con claridad y caridad. Porque sabe que, para manifestar su amor, lo que verdaderamente importa no es hablar con la “e”, sino ayudarlo a incluir su nombre entre los santos del Cielo.
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