La llegada a nuestro país de la industria celulósica no solo cambió el paisaje de nuestro medio rural, también alteró de un modo vertiginoso el esquema de los negocios del Uruguay, siendo muy probable que en los siguientes años pudiéramos llegar a hablar de un cambio cultural asociado a la forestación y a la producción de pasta de celulosa.
Pero en todo caso, este proceso no ha sido causal; y es el reflejo de una política iniciada en la década del 80 mediante la cual se buscaba fomentar la forestación a través de diversos estímulos. “Se estima que el ‘gasto tributario’ atribuible (exención impositiva otorgada) al sector forestal ronda el equivalente de un 10% de la recaudación impositiva total del sector agropecuario […] En el caso de la forestación el fuerte costo al contribuyente ha financiado una exitosa expansión del volumen producido y exportado de celulosa, con algún impacto laboral permanente y en servicios asociados”, afirmaba Kenneth Coates en su artículo “El argumento de la industria naciente” publicado en este medio.
Sin embargo, más allá de los privilegios que tiene la forestación con respecto a otros sectores agropecuarios –no son para nada deleznables–, uno de los principales problemas que ocasiona esta industria se refiere al uso de la tierra, una de las consecuencias que más vale considerar por el simple hecho de que la riqueza de nuestro suelo es la base de nuestra economía. Uruguay, que tiene ecosistema de pradera y cuenta con 16 millones de hectáreas aptas para la agricultura y la ganadería, viene incorporando vertiginosamente al sector forestal que al día de hoy ocupa alrededor de 1,5 millón de hectáreas.
Y en esa línea, según la Dirección de Estadísticas Agropecuarias y el Instituto Nacional de Colonización (INC), la mayor concentración de transacciones de tierras –por ejemplo, el año pasado– fue justamente en las cercanías de los proyectos de inversiones forestales, tal como lo ha venido siendo desde que se instaló la primera planta de producción de pasta de celulosa.
Esta situación viene provocando en muchos casos un choque de intereses entre los productores que tradicionalmente han estado vinculados a otros sectores agropecuarios, como la lechería, la ganadería o la agricultura de secano, y las plantaciones forestales, como sucedió en el departamento de Colonia –una de las cuencas lecheras más importantes del país– con la instalación de una planta allí.
No obstante, el tema de fondo tiene que ver con una avasallante extranjerización de la tierra en manos de fondos de inversiones que buscan una rentabilidad fácil en manos de un negocio que tiene todo el respaldo de nuestra marca país. Y que como contrapartida va marginando a nuestros pequeños productores del negocio agropecuario.
Así, alrededor de la forestación está articulándose también una trama financiera, como por ejemplo, a través del Fideicomiso Forestal Financiero en el que el 95% de los inversores fueron AFAP. Y entre ellas podríamos subrayar el caso de República AFAP, que en su página web informa que tiene inversiones en 53.000 hectáreas forestadas y en 34.000 hectáreas de uso agrícola ganadero como accionista mayoritario del fideicomiso antes mencionado.
En definitiva, este dato evidencia el ceñido entramado cada vez más estrecho entre nuestro sistema financiero y los intereses de esta industria, lo que implica tácitamente una renuncia a la diversificación de nuestra matriz productiva.
Lamentablemente, cuando se buscaron asentar algunos equilibrios a través de los cambios a la Ley Forestal propuestos por Cabildo Abierto, el Ejecutivo, al grito de no poder cambiar las reglas de juego, vetó este proyecto de ley. Y en esa línea de seguir profundizando nuestra cultura celulósica, anunció que desde el lunes los apicultores también forman parte de la cadena forestal.
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