“Queda prohibido a los tribunales, magistrados, cuerpos municipales, oficinas públicas y en general a todos los ciudadanos y vecinos, cumplir ni obedecer órdenes, providencias o decretos de toda autoridad extranjera”.
Declaratoria de la Asamblea General Constituyente, del 18 de diciembre de 1828, que dio a Luz nuestra primera carta magna
La insistencia de los jueces en adoptar soluciones que constituyen verdaderos actos administrativos propios de la competencia del Poder Ejecutivo, que es el encargado de planificar y ejecutar las políticas de vivienda, nos lleva nuevamente a exponer nuestra discrepancia.
Enseñaba ese estupendo jurista que fue el Dr. Gonzalo Aguirre Ramírez que “los órganos estatales no actúan regidos por el principio de libertad consagrado por el art. 10 de la Constitución, sino limitados por las reglas que establecen sus competencias, fijan las normas que deben observar y, por último, las que definen los fines que deben perseguir al accionar sus potestades” (sic). Culmina diciendo: “En caso contrario su accionar es ilegítimo y resultará viciado” (Derecho Legislativo, pág. 280).
Esta conclusión la impone el principio de la división de poderes, que es una forma de ordenar la autoridad que busca el equilibrio y la armonía de las fuerzas mediante una serie de pesos y contrapesos. Esa distribución jurídica limitará el uso arbitrario del poder. Cada poder es distinto e independiente de los otros y tiene su función específica, que es como decir sus límites infranqueables…
Se ha invocado como fundamento de los fallos que cuestionamos al Pacto de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales que, aunque data de 1966, tiene un comité de supervisión y vigilancia (CDESC) que fue creado en 1978 y está formado por 18 expertos independientes que reciben información y formulan recomendaciones. Este pacto establece los derechos laborales, a la seguridad social, a la vida familiar, a la salud, a la vivienda adecuada, a la educación y a la vida cultural. Tiene alguna imposición obligatoria, como prohibir la discriminación por razones de color, religión, sexo, raza, nacimiento o idioma.
Pero para todos los demás aspectos a los que propende y promueve, establece el principio de “realización progresiva”. Esto significa claramente el deber de los países firmantes de promover el bienestar general por medio de la mejora continua de las condiciones de la existencia humana. Es decir, la adopción de las medidas que impone es trabajar en pro de la realización de esos derechos; de ninguna manera habla de su ejecución inmediata (art. 3 del Pacto CDESC y art. 24 de la Declaración Universal de los DD. HH.). Esto es precisamente lo que ha hecho y sigue haciendo nuestro país desde hace años con respecto a la vivienda urbana y la vivienda rural, dentro de los límites de sus posibilidades presupuestales, pero sin haber logrado hasta ahora, en ninguno de sus gobiernos, la satisfacción de una demanda siempre creciente. Hoy mismo no existen viviendas prontas para entregar.
Neoconstitucionalismo
Las teorías de un vago “neoconstitucionalismo” han adoptado una posición que consiste en aceptar las decisiones de organismos de orden jurisdiccional extranjeros o de comisiones internacionales (por ejemplo, la OEA) y sus recomendaciones o el “jus cogens” o costumbre internacional, otorgándoles una jerarquía normativa constitucional, al punto de darles plena validez derogatoria de principios de nuestra Constitución. Quizás no adviertan que las disposiciones de nuestra Constitución no pueden ser anuladas por el Parlamento en los pactos y tratados que aprueba por ley.
Los juristas, dice Maurice Duverger, establecen una distinción entre las llamadas constituciones “rígidas” y las llamadas constituciones “flexibles”. Estas últimas pueden ser modificadas por el Parlamento, de modo que una constitución flexible no tiene ninguna superioridad sobre la ley ordinaria, como la que aprueba los tratados. Pero nuestro país tiene una constitución “rígida”, de modo que para modificarla exige un procedimiento especial, distinto al de votación de las leyes ordinarias, que en todos los casos exige, nada menos, que el pronunciamiento del cuerpo electoral, titular de la soberanía nacional.
Esa jerarquía inviolable de nuestra carta magna, independiente de cualquier intromisión de fueros u organismos y jurisdicciones extranjeras, que parece haberse olvidado por algunos de nuestros profesores y magistrados, tiene una raigambre histórica de tal nobleza que arranca con nuestro nacimiento como país independiente, pues ya los padres de la patria y en forma casi simultánea a la Convención Preliminar de Paz firmada en agosto de 1828, dictó el 18 de diciembre de ese mismo año con la firma de Joaquín Suárez, lo que es la primera de las normas de nuestra Organización Nacional (así se llama) que en su artículo 2º dice: “Queda prohibido a los tribunales, magistrados, cuerpos municipales, oficinas públicas y en general a todos los ciudadanos y vecinos, cumplir ni obedecer órdenes, providencias o decretos de toda autoridad extranjera”.
Realmente, es imposible admitir autoridad jurídica o moral superior a ese mandato histórico mantenido hasta la fecha, en todos sus textos hasta el vigente al día de hoy.
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