Con nuestra atención enfocada en los desafíos económicos que habrá de enfrentar el gobierno resultante de la actual campaña electoral, y con la complicación adicional de una nueva crisis argentina, resulta fácil perder de vista la complejidad del actual panorama económico global. Existe la tentación de caer en cierta complacencia en cuanto a que –si logramos avanzar en la solución de nuestros problemas locales– el camino hacia la prosperidad se verá allanado.
Sin embargo, a más de diez años de la Gran Crisis Financiera (GCF) de 2007-08, la economía global aún no ha regresado a la normalidad previa. Más bien, se ha impuesto una “nueva normalidad” donde ya no rigen las relaciones ni los comportamientos entre variables que la teoría económica asumía inamovibles. Crece el dinero, pero no la inflación. Los inversores pagan por prestarle a los gobiernos. Cae la tasa de interés, pero no reacciona la inversión ni el nivel de actividad. Los déficit fiscales aumentan indefinidamente sin enfrentar restricciones de financiamiento. El empleo sube, pero los sueldos no.
¿Que ha causado este colapso de la ortodoxia? El triunfo de la política sobre la razón. Pocos de los gobiernos de los países más duramente afectados por la GCF han intentado seriamente asumir los costos del saneamiento financiero. Más bien los han barrido discretamente debajo de un grueso manto de liquidez. Asumir costos implica recesión, desempleo y vulnerabilidad electoral. La política fiscal brilla por su ausencia, salvo cuando se trata de otorgar beneficios a sectores afines al gobierno. El peso del ajuste ha caído enteramente sobre la política monetaria y los bancos centrales (FED, ECB) inundan los mercados financieros con dinero creado para sanear las carteras bancarias.
La tasa de interés –que es la variable más critica de la economía dada su función de equilibrar los sectores de actividad real con los mercados financieros – hoy está siendo distorsionada de forma irreconocible frente a la que resultaría del libre juego de la oferta y demanda autentica de fondos. La curva de rendimientos se ha invertido: algunos gobiernos pagan una tasa mayor para endeudarse a tres meses que a diez años; otros gobiernos –y aun empresas– cobran por endeudarse (tasas negativas). Las economías, cuales ciervos enceguecidos por las luces altas, han quedado paralizadas.
No faltan las sesudas regresiones econométricas y nuevas explicaciones académicas (tipo teoría monetaria moderna – MMT) que nos aseguran que todo esto está bien y es muy necesario. Pero en el fondo –como aquel molesto niño políticamente incorrecto– todos sabemos que el emperador anda a medio vestir. El abuso de la política monetaria para mantener los síntomas económicos vitales va llevando el mundo hacia una nueva disyuntiva: el costo de evitar la recesión es el estancamiento.
¿Hasta cuándo se podrá seguir pateando la pelota para adelante? Nadie sabe con certeza. Tarde o temprano se diluye la confianza y a veces alcanza con solo una pequeña chispa para que vuele el polvorín. Pero, así como los historiadores identifican las asignaturas pendientes de la primera guerra mundial como causantes de la segunda, sería de lamentar que la irresolución de las grandes economías avanzadas frente a las secuelas de la GCF1 fuese identificada como causal de la GCF2.
Las recesiones nunca son agradables, pero cumplen una función terapéutica. La disolución de activos financieros y el traspaso de activos reales eliminan el lastre y ponen a la economía nuevamente en pie de expansión. Postergar indefinidamente una recesión mediante la expansión monetaria es un lujo que solo las economías avanzadas se pueden dar; pero abusar ese privilegio “exorbitante” puede costarle a sus monedas la calidad de activo internacional de reserva y retrotraer el mundo al estándar del oro.
(*) Doctorado en Economía por la Universidad de Stanford. Ex Director Ejecutivo del Banco Mundial