Una mañana de 1961, Ernest Hemingway se levantó temprano, eligió una de sus escopetas preferidas, la cargo y se pegó un tiro.
El día anterior había ido a buscar a un amigo que venía a visitarlo a su casa en Ketchum, Idaho. Durante el trayecto entre la estación de tren y su casa, el escritor norteamericano les transmitió a los invitados su ansiedad, convencido que lo estaban siguiendo los “federales”. Se refería a los agentes del FBI, el poderoso organismo regenteado por J. Edgar Hoover.
Fundador del FBI, Hoover dirigió el organismo de investigaciones federal por cuarenta y ocho años, hasta su muerte en 1972. Se convirtió así en uno de los hombres más poderosos y temido de los Estados Unidos. Un factor con el cual los sucesivos presidentes se vieron en necesidad de negociar en más de una ocasión.
Por décadas Hoover fue considerado el paradigma del servidor público honesto y duro, acérrimo defensor de las leyes. Sin embargo, con el tiempo los historiadores fueron descubriendo un lado menos hollywoodense de la trayectoria del todo poderoso director del FBI.
Hoy día es un hecho que Hoover chantajeaba sistemática y rutinariamente a políticos, empresarios y líderes sociales. Entre ellos al autor de Por quién doblan las campanas, según se supo décadas después.
La excusa era sin dudas la lucha contra el comunismo, la corrupción y las buenas costumbres, lo que abonaba sobre los peores temores de la población.
Pero la realidad es que Hoover tenía compromisos con sectores del submundo, que financiaban varios aspectos de una vida personal contradictoria en muchos casos, con la imagen que pretendía proyectar con mucho cuidado, a la opinión pública. ¿Desdoblamiento de la personalidad?
El de Hoover es un ejemplo de tantos en la historia de la humanidad, que escondidos en la supuesta defensa de un principio, siguieron intereses propios, abusando de la sociedad civil y utilizando el peso de la ley y del orden para sus propios fines. Estos personajes tienen varias características en común. Coleccionan y categorizan información sobre todos y todo. La alteran cuando eso les resulta beneficioso para sus fines ulteriores. La esconden si anticipan que los puede perjudicar, permitiéndoles así ocultar sus propias actividades ilícitas. Réplicas de estos voluptuosos del poder prosperan bajo cualquier ideología. La figura de Lavrenti Beria no es ajena.
El caso de los Estados Unidos demuestra que ni siquiera una democracia considerada de las más desarrollada del mundo, está vacunada contra los excesos de funcionarios que se les permite acumular un poder tal que llegan a poner en jaque a los tres poderes constitucionales.
La información manejada ad libitum por demasiado tiempo, proporciona una fuerza tal a quien la maneja, que termina dominando a todos los poderes del estado. Y constituye la herramienta predilecta de los totalitarismos modernos.
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