“Con tanto espanto había entrado esta tribulación en el pecho de los hombres y de las mujeres, que un hermano abandonaba al otro y el tío al sobrino y la hermana al hermano, y muchas veces la mujer a su marido, y lo que mayor cosa es y casi increíble, los padres y las madres evitaban visitar y atender a los hijos como si no fueran suyos”.
Giovanni Boccaccio, en el Decamerón (1353), describiendo la peste negra
La semana pasada observamos cómo algunos actores del sistema político intentaron aprovecharse del drama humano de las muertes ocasionadas por el virus para obtener algún rédito político pasajero. Desde su minarete, y haciendo alarde de su cultura hollywoodense, un empresario futbolístico se dedicó a minar el campo entre el gobierno y la oposición, no sea cosa que pudiera prosperar algún tipo de dialogo que ayude a defender a los más humildes. No contento con ello, también intento sembrar una semilla de discordia dentro de la coalición multicolor. ¿Qué hay detrás de todo esto?
Algunos claramente lo hacen por sus ansias de figurar, por su necesidad de prolongar por un tiempo más su lugar arriba de la torta de cumpleaños. Otros, enmascarados detrás de fingidos principismos, buscan proteger los intereses de aquellos que los mandatan. ¿Será que reaccionan angustiados ante la realidad de que fueron y ya no son más? ¿Serán víctimas de algún pacto faustiano que no conocemos?
Fenómenos como el actual no son nuevos en la historia de la humanidad. La peste bubónica de mediados del siglo XIV dio lugar a toda una serie de fenómenos sociales. Por un lado, aceleró el proceso de liberación de los lazos de dependencia que sujetaban a gran parte de la población europea. Por otro, contribuyó a profundizar las diferencias entre ricos y pobres, elevando el nivel de hostilidad entre los seres humanos. Importantes familias de banqueros, como los Buonsignori de Siena o los Scali de Florencia, quebraron. Emblemáticas obras de arquitectura, como las catedrales góticas de Colonia y Siena, quedaron sin terminarse por falta de fondos.
Si la Europa de 1350 no parecía ser el entorno económico, social y político más propicio para que los señores feudales impusieran un aumento de impuestos, tampoco lo es el Uruguay del 2021. De hecho, resulta difícil encontrar algún país del mundo que en este momento esté planteando aumentar los impuestos, salvo algún Estado patrimonialista con capacidad de exprimir a sus ciudadanos en el peor momento de la economía desde la Gran Depresión de la década de los ´30.
Sin embargo, uno de los nostálgicos de las épocas del Consenso de Washington, planteó la semana pasada algo que resulta insólito en medio de una profunda recesión: subir los impuestos. Como si la economía fuera estática y, ajustando el déficit público a costa del sector privado, se pudiera fomentar de alguna manera el tan ansiado crecimiento. No se necesita un doctorado para saber que la forma más genuina –y posible– de hacer frente a la deuda es licuándola en un producto más grande y una economía dinámica y vigorosa.
Para ser justos, no es la primera vez que se plantea una receta de este tipo. La última vez que escuchamos reclamos de aumento de impuestos en un contexto recesivo fue durante el gobierno de Jorge Batlle, que en los dos años previos a la crisis del 2002 se había visto forzado por el FMI y sus popes locales a imponer varios ajustes. Muchos recordarán la famosa cadena de televisión en la cual el presidente se mostró visiblemente emocionado luego de anunciar un aumento de impuestos, que probablemente en su fuero íntimo sabía solo iba a profundizar la recesión y sumergir aún más los ingresos de la población. El final de la historia es bien conocido.
Mucho se habla del perfilismo de los políticos, pero menos atención se le presta al perfilismo de los técnicos, especialmente el que exhiben algunos economistas mediáticos. Quizás algún día puedan explicarnos por qué todavía no tuvieron tiempo de escribir un libro que profundizara sobre las causas de la crisis del 2002. “Al borde del abismo” de Carlos Steneri explica en forma excelente los hechos de los años 2002 y 2003. Pero a las generaciones futuras les resultaría muy útil al menos un tomo sobre el período entre la devaluación de Brasil en enero de 1999 y la crisis del 2002. Con esos testimonios, quizás podríamos entender mejor las causas que nos llevaron a la quiebra, evitando así caer en trampas similares.
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