Normalmente, en cada ser humano la vida se despliega a través de un proceso de desarrollo que va de la dependencia infantil a una madurez con adecuada identidad personal y autonomía. En ese trayecto, juegan un papel esencial los vínculos que establezca con las figuras parentales en los que habitualmente están implicados procesos como la libertad y la sumisión, el apoyo afectivo o el abandono, el enfrentamiento o la concordia…
Del mismo modo, en el inconsciente de los pueblos se juegan mecanismos equivalentes: sometimiento o liberación, integración social o discordia; allí tiene un papel esencial el vínculo que se establezca con la ley y la autoridad, como figura paterna que puede ser opresora o liberadora, justa o injusta… Y también la evolución cultural suele ser interpretada como el pasaje de la barbarie (todos contra todos) a un pacto fraterno (respeto por los demás) que para asegurarlo requiere un pacto paterno, una autoridad que ordena la vida social a través de la justicia.
El karma perpetuo
A la luz de estos conceptos nos podemos plantear un análisis del desarrollo nuestro como Nación. Nuestro nacimiento ha sido curioso. Nacimos por sorpresa y nos vimos obligados a nacer. La figura paterna, el Rey de España, fue defenestrado y de pronto nos quedamos vacíos de poder y debimos asumir su reemplazo mediante un cambio de gobierno cuyos rasgos de debilidad y provisoriedad eran insalvables. ¿Nació entonces una nación? Debíamos enfrentar allí un karma que nos perseguirá a través de toda nuestra historia. Éramos un territorio inmenso donde las distancias impedían la unidad y la comunicación. Además, desde que Potosí había agotado sus reservas, el poder comercial pasó al Sur, al puerto de Buenos Aires, y el Norte quedó liberado a su suerte. Norte pobre y Sur rico, diferencias irritantes que aún perduran.1
Con tal territorio, con regiones cada una con una cultura diferente, ajenas entre sí, conciliar ese mundo disperso y nominalmente federal pero económicamente unitario y superar las discordias era una tarea ciclópea acaso imposible.
Proclamamos el primer gobierno patrio de Argentina, pero tuvimos que esperar seis años para declararnos estado soberano y esa “Independencia” era solamente formal. En realidad, éramos “14 tolderías” desvinculadas y muchas veces antagónicas. Y desde allí fueron casi 40 años de discordias y de sangre. Cada caudillo dominaba su provincia y el gobierno central, débil, no reconocido o desobedecido, no alcanzaba a tener las riendas de la situación. Recién en 1853 logramos tener una constitución. Pero seguíamos siendo un país con el karma ya señalado y con un sistema político más aristocrático que democrático y con una cultura europeizante. Con escasa identidad nacional, vivíamos mirando a Europa. Éramos una Nacióncon una estructura débil, apenas sobreviviente.
A partir de allí, durante el proceso de Organización Nacional y hasta el primer centenario, fuimos un país sin sufragio universal y con sólo la participación de la clase alta (“los notables”). Finalmente, obtuvimos el voto universal y secreto, sólo para argentinos varones mayores de 18 años (la mujer no estaba incluida) y recién en 1916, con la llegada de Hipólito Yrigoyen al poder, la clase media se incorpora a la vida política con derechos de ciudadanos. La inmensa clase baja no tenía participación. La incorporó el peronismo del 45. Pero no estuvo lograda ni una concordia nacional ni una superación de la distancia territorial ni, respetando las diferencias culturales regionales, un vínculo unificador. ¿Qué tenía que ver la cultura y el estilo de vida de un jujeño con un patagónico o un correntino?
Al mismo tiempo, la vasta oleada inmigratoria desde 1890 cambió la composición social. En el censo de 1914 la mitad de la población de Buenos Aires era extranjera. Era imposible esperar, de hombres venidos de cualquier país del mundo, una rápida “argentinización”. No poseíamos una mayoría con identidad nacional, y sin ella una nación no existe. ¿Podía llevar un genuino nombre de Nación un país con tales diferencias sociales, económicas y culturales?
El trasfondo del inconsciente colectivo
Y desde la dimensión del inconsciente colectivo, ¿Qué vivencias han predominado y se muestran constantes en la vida nacional? De toda nuestra trayectoria histórica, la etapa que más expresa y representa la voz del inconsciente colectivo transcurre entre la década de 1860 y la de 1940. Las expresiones anteriores no parecen de especial significación. Y en los años a los que nos referimos, las más relevantes resultan el martinfierrismo de 1860 a 1930 y la de la era gardeliana de 1910 a 1940. En ese panorama, el punto clave, fundamental y constante es la carencia de una adecuada figura paterna que sirva de respaldo a la identidad y a la autovaloración.
En el primero se enfatiza la exclusión social, que deja al desamparo y genera el desarraigo. Es el rol de “gaucho matrero” o el desvalimiento que sintetiza el hijo mayor de Martín Fierro cuando dice: “Dichoso aquel que no sabe lo que es vivir sin amparo… desde chiquito he vivido en el mayor desamparo”. Y ese clima emocional se mantiene como matiz anímico subyacente en toda la obra. Y en el segundo se acentúa la temática de la madre idealizada, el padre ausente o desdibujado y las diferencias sociales injustas. Ausente una figura paterna con la que identificarse y adquirir autonomía, predominó en nuestro inconsciente colectivo una orfandad que no hemos conseguido erradicar. Sin padre, cada uno se defiende como puede. Y entre las consecuencias indeseables de una ausencia paterna está siempre presente algún conflicto con la autoridad, unas veces es la rebeldía, el infantilismo revolucionario estéril; pero siempre se carece de una relación madura. Esta es una cuestión siempre presente en nuestra historia.
Una revolución fantaseada
La era de las revoluciones políticas de la modernidad comienza con la Revolución Francesa y termina en 1991, cuando el XX Congreso Nacional del Partido Comunista Italiano, el más numeroso de Europa, resolvió disolverse, renunciando a sus objetivos revolucionarios para ingresar a la democracia(2). Todas han tenido las mismas características: llegar al poder de cualquier forma, con elecciones o con la violencia e imponer su ideología contra presuntos poderes enemigos del pueblo. Para lograr una sociedad feliz que nunca llega. Aún subsisten regímenes anacrónicos que siguen creyendo en la revolución y que intentan aunar voluntades construyendo un enemigo común. Y terminan generando una sociedad enfrentada que rompe el pacto fraterno.
Nadie quiere el estandarte si es larga la procesión
A nadie se le escapa que la reconstrucción de un país supone un sinnúmero de requisitos. Pero estamos convencidos que un par de ellos son absolutamente indispensables: el entusiasmo y la constancia.
El entusiasmoes una vivencia específicamente humana, un estado de ánimo de excitación positiva como respuesta a algo que causa atracción o admiración. Es un fenómeno natural de apertura ante algún aspecto valioso de la realidad Verdadero motor de la actividad humana, constituye un sostén revitalizador y motivador de la conducta. Y constituye un poderoso impulso que nos mueve a desarrollar una acción, apoyar una causa o realizar un proyecto. Es un energizante emocional que genera dinamismo y satisfacción. Todos sabemos del entusiasmo de un evento deportivo, de un acto de proselitismo, de una celebración, de un festejo…
Hay situaciones de esfuerzo cuya realización requiere un alto grado de entusiasmo. Y la mayor parte de la actividad humana pide cierto grado de entusiasmo, sin el cual pierden su sentido o no despiertan la voluntad. El no ser capaz de entusiasmo no es normal e implica una carencia psicológica de falta de sensibilidad hacia la realidad. Tal estado se asocia con apatía, indiferencia, depresión o desgano. La realización de un trabajo sólo por obligación o necesidad, rutinas sin significación y costumbres repetitivas automáticas se convierten en una verdadera carga existencial. Arrastrar una vida chata e insípida es lamentable. Es indudable que nuestra población atraviesa una etapa de una trágica carencia de entusiasmo, que alguien calificó de “anemia espiritual”. En consecuencia, un aporte genuino al bienestar social o a la construcción del futuro se hace imposible sin entusiasmo. Y el contagiarlo es una valiosa contribución a la salud mental de nuestra realidad social.
Llamamos “constancia” a la firmeza y persistencia de ánimo en las resoluciones y propósitos. Aquí utilizamos constancia y perseverancia como sinónimos, afines a tenacidad, persistencia o empeño.
Toda nuestra cultura milenaria ha enfatizado el valor de la constancia como virtud. Y no ha sido ajena a aquella sentencia bíblica ejemplar: El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás no es digno del reino de Dios (Luc 9.57)
Es que la perseverancia y la constancia nos ayudan a lograr nuestros objetivos y habitualmente son imprescindibles para llevar a buen término una obra. Son un puente entre el deseo y la realización.
Además, constancia y fortaleza se requieren mutuamente, pues ambas son voluntad sostenida en el tiempo. Y también se hace necesaria la Confianza, que hace a la seguridad personal y es parte de la Fortaleza. Hay personas que, si no consiguen lo que desean, abandonan demasiado pronto. Es el caso en que los temores superan la confianza.
Y la fortaleza supone que, para lograr una vida plena, a veces se requiere esfuerzo y saber renunciar a las satisfacciones inmediatas a cambio de otras más sustanciales a largo plazo.
Con frecuencia, las cosas no salen bien la primera vez, y entonces la perseverancia es clave. Y en muchos fracasos, la causa no ha sido la falta de esfuerzos o de conocimientos, sino la falta de voluntad y constancia. La cuestión no está en empezar, sino en perseverar.
Nada se puede hacer sin un proyecto serio, que indique un rumbo, que establezca objetivos y señale qué hacer. Y siempre se ha de pasar a la acción, pues el más pequeño de los actos es superior a la mejor de nuestras intenciones Pero después, viene el esfuerzo consistente, concentrado, perseverante, día a día hasta el final.
En cierta ocasión, el papa Francisco dijo, como al pasar, que a veces le da la impresión que los argentinos nos caracterizamos por empezar bien las cosas, pero luego fácilmente decaemos. Lo que es indiscutible es que los cambios que necesita nuestro país requerirán un muy gran esfuerzo, pero también una constancia de años, para no empezar de nuevo cada vez desde una calamidad mayor. Se dice que Miguel Ángel Broda alguna vez expresó que todo plan económico requiere un esfuerzo progresivo, hasta el punto de una máxima tensión. Si se acepta sostener ese momento, vienen los resultados. Pero habitualmente no se soporta y se recae en un nuevo intento con un nuevo plan.
- Extractamos algunas ideas de: Pablo Gerchunoff y Roy Hora: La moneda en el aire – Siglo XXI Editores.
- Ver: J. E. Miguens El fin de las revoluciones políticas en M.A.Espeche Gil, H.Polcan y otros Política para todos – 2011 Edit SB.
(*) Licenciado en Psicología (UBA). Fue profesor de Psicología Social y Psicología de la Personalidad y director de la Carrera de Postgrado en Psicología Clínica (UCA).
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