La libertad es uno de los dones más preciosos que tiene el hombre, y una de las características distintivas del ser humano: un caballo corriendo por el campo o un pájaro volando, no son libres, ya que en su carrera o en su vuelo, no son guiados por la inteligencia y por la voluntad, propias y exclusivas del hombre. Ocurre sin embargo, y con mucha frecuencia, que lo que el hombre entiende por libertad es hacer lo que le da la gana, satisfacer sus instintos, dejarse llevar por sus pasiones del momento. Pero eso… ¿es libertad?
Quien haya practicado deportes, sabe que esto no es así. Sabe que en la cancha, en la pista o en el mar, dispone de una enorme libertad… pero sabe también que hay límites. Sabe que si las reglas de juego no se cumplen, la infracción se penaliza. Sabe que la libertad de la que dispone, es libertad para hacer el bien, para ganar puntos para él o para su equipo. Para decirlo de una vez: ponerle una plancha en la garganta a un rival, es foul. Aquí y en la China.
¿Cómo definir la libertad?
Hay una definición de libertad, que dice así: “la libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno dispone de sí mismo. La libertad es en el hombre una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad. La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza.”
Esta definición, tomada del Catecismo de la Iglesia Católica, permite ver que el hombre es libre cuando actúa bien, de acuerdo con la verdad, de acuerdo con lo que conviene a su naturaleza. Actuando así, madura y crece. Mientras tanto, actuando mal, en contra de su naturaleza, se esclaviza. Por eso -entre otras cosas- es importante saber distinguir el bien del mal.
Y es que así como un jugador de fútbol que comete muchas faltas afecta a todo su equipo y compromete el resultado del partido, el buen o mal uso que cada ciudadano haga de su libertad, afecta a la sociedad entera.
Libertad… ¿o libertinaje?
En una sociedad en la que el sentido común está siendo aplastado por la “dictadura del relativismo”, vale la pena insistir en estos asuntos. Porque no son pocos los que sostienen que la verdad y el error no existen, o que el bien y el mal no existen, y que, con intención o sin ella, entienden por libertad, su versión más corrupta: la relajación ética y moral, y el consecuente libertinaje en las costumbres.
Claro que todos cometemos errores. Por supuesto que todos tenemos debilidades. Ninguno de nosotros es un robot, incapaz de equivocarse o de dejarse llevar alguna vez por el instinto. Pero una es la situación del que yerra y reconoce su error, y otra muy distinta, la del psicópata desinhibido y carente de remordimiento, salvo que viole sus propios códigos. La justificación u ocultamiento de los propios errores, la pretensión de que lo que a todas luces está mal, “en realidad está bien porque yo lo siento así”, la fundamentación de los juicios en los sentimientos y no en la razón, y la imposibilidad de amar, son rasgos característicos de nuestra sociedad, relativista y algo psicópata.
Los cambios producidos en legislaciones que solían poner su fundamento último en la ley natural -y que ahora parecen fundarse en las preferencias subjetivas de mayorías circunstanciales-, en cierto modo contribuyen a empeorar los rasgos psicopáticos de una sociedad tan enferma como inconsciente de su mal: lo peor del posmodernismo, es que gracias a la peregrina idea de que existe una posverdad, cree que goza de una salud de hierro. La prueba del nueve de que nuestra sociedad está muy mal, es que ha terminado por llamar “derechos”, a acciones objetivamente malas, como por ejemplo, matar a un inocente.
Una buena noticia
Ante esta realidad aparentemente desoladora, hay una excelente noticia: los hombres seguimos siendo libres, seguimos siendo capaces de elegir libremente el bien, aunque la corrección política lo llame “mal”. Si nos resistimos a vivir como bestias; si procuramos guiar y controlar nuestros instintos con la razón; si comprendemos que el amor auténtico y la libertad genuina, no pueden separarse de la verdad, entonces podremos hacer de nuestras familias, de nuestra patria y del mundo entero, un mejor lugar para vivir. De nosotros –de cada uno- depende recuperar nuestra cultura.
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