Cada época se retrata en sus templos, decía Rafael Barret, los creyentes de la edad media levantaban catedrales, nosotros levantamos estadios. Esos colosales monumentos erigidos en homenaje al rey de los deportes, capaces de albergar a cincuenta o sesenta mil personas, para ver como trotan veintidós muchachos durante una hora y media, sobre un césped más fresco, más verde y más cuidado que los maravillosos jardines de Versalles.
Primero por lejos, en la llamada civilización del espectáculo, como designó Vargas Llosa a nuestro tiempo, el fútbol convoca multitudes, desata pasiones, moviliza millones de dólares, ocupa a los gobiernos y detiene al Estado que paraliza su actividad en los momentos culminantes, cuando un gran partido monopoliza la atención de la gente.
Sus actores principales, es decir los jugadores, son muchachos que ya desde muy pequeños aprenden, en todo el mundo, a correr tras el vellocino de oro que los sacará del arroyo y los llevará a ser ricos y famosos. Detrás de ellos, se mueven los representantes, comisionistas, apoderados, asesores, consejeros, familiares, comedidos y amigos.
Los directivos de los clubes de futbol, ahora convertidos en poderosas sociedades anónimas, y las autoridades dirigentes de la Asociaciones Mundiales han llegado al nivel de figuras políticas, detrás de las cuales la prensa oral y escrita y la TV, busca la primicia, la última noticia y el dato que le atraerá el interés de un consumidor universal e insaciable.
Las grandes empresas comerciales, ya sean de ropa deportiva, de cerveza o bebidas energizantes, de comida rápida o vituallas gastan millones para que sus logos aparezcan en la propaganda de los estadios y subsidian con impresionantes cantidades de dinero el espectáculo más grande del mundo.
Y el fútbol viaja, cada cuatro años de continente a continente, para ofrecer la costosa y ardua organización de la disputa mundial que habrá de consagrar al país que ostentará, hasta el nuevo encuentro, el valioso privilegio de ser el mejor.
Cada equipo tiene su estrella. Siempre habrá entre quienes integran el plantel, aquel que será más hábil o más veloz o más fuerte o más ágil, que se destacará por encima del resto por sus condiciones como goleador o estratega, líder y caudillo del grupo con el valor anímico de su necesaria presencia.
Cada tanto, digamos cada generación aproximadamente, aparece el milagro y salen a la cancha figuras que surgen rutilantes como estrellas que se sobreponen al común y marcan una etapa de gloria para los colores que defienden. Las muchedumbres los reclaman para su adoración, la prensa los endiosa, los gobiernos los respetan, las firmas comerciales los utilizan a un altísimo costo y los hace millonarios.
Así han surgido un Di Stefano, un Pelé o un Maradona. Este último, con características personales muy diferentes, le dio al futbol arte, música y poesía. Nunca le pegó a la pelota, la acariciaba como a una amante, en la cancha hacía milagros de malabarista y, cuando calentaba sus músculos antes del partido, ese ejercicio, por si sólo era un espectáculo admirable. Sus movimientos en la cancha eran propios de un ballet, el humor y la picardía enriquecían las simples reglas del juego y jugaba con los pies y el taco, las rodillas y la cabeza, los hombros, el pecho y en una famosa oportunidad hasta la mano.
Nunca hemos visto tanta alegría en un partido, pues si jugaba Maradona no había partido aburrido, sino que alcanzaba su sola presencia para que el juego brillara con su mayor esplendor.
Nacido en el fecundo lecho de amor de la pobreza, no pudo con tanta gloria. Por eso, repetiré lo que ha dejado, con una frase para el recuerdo, el estupendo escritor rosarino Roberto Fontanarrosa, cuando expresó: “no voy a hablar de lo que hizo Maradona con su vida, voy a hablar de lo que hizo con la mía…”.
TE PUEDE INTERESAR