Para que el industrialismo no extinga la raza, debe subordinarse a los requerimientos de la naturaleza del hombre. La verdadera crítica a la sociedad de mercado no es que se basara en la economía -en cierto modo, todas y cada una de las sociedades deben basarse en ella–, sino que su economía se basaba en el interés propio. Tal organización de la vida económica es totalmente antinatural, en el sentido propiamente empírico de excepcional. Los pensadores del siglo XIX daban por sentado que en su actividad económica el hombre se esforzaba por obtener ganancias, que sus propensiones materialistas le inducirían a elegir el esfuerzo menor en lugar del mayor y a esperar un pago por su trabajo; en resumen, que en su actividad económica tendería a atenerse a lo que ellos describían como racionalidad económica, y que todo comportamiento contrario era el resultado de una interferencia externa. De ello se deducía que los mercados eran instituciones naturales, que surgirían espontáneamente si se dejara a los hombres en paz. Así, nada podía ser más normal que un sistema económico constituido por mercados y bajo el único control de los precios del mercado, y una sociedad humana basada en tales mercados aparecía, por tanto, como la meta de todo progreso…
La historia económica revela que la aparición de los mercados nacionales no fue en absoluto el resultado de una emancipación gradual y espontánea de la esfera económica frente al control gubernamental. Por el contrario, el mercado ha sido el resultado de la intervención consciente y a menudo violenta de los gobiernos que impusieron la organización del mercado a la sociedad con fines no económicos. Y el mercado autorregulado del siglo XIX se revela, tras un examen más detallado, radicalmente diferente incluso de sus predecesores inmediatos, ya que su regulación se basaba en el interés económico propio. La debilidad congénita de la sociedad decimonónica no era que fuera industrial, sino que era una sociedad de mercado. La civilización industrial seguirá existiendo cuando el experimento utópico de un mercado autorregulado no sea más que un recuerdo.
Karl Polanyi, en “La gran transformación: los orígenes económicos y políticos de nuestros tiempos” (1944)
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