Enfrascados en su propia modernidad, obsesionados con el aquí y el ahora, muchos políticos occidentales parecen incapaces de comprender qué, en el extremo oriental de Europa, la historia realmente importa. En la página web del gobierno ruso se puede leer un ensayo de 5.000 palabras escrito por Vladimir Putin, titulado “Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos”. ¿Realmente lo escribió él mismo? Eso no importa. Lo importante es que está claro que Putin cree en lo que dice. Rusos, ucranianos y bielorrusos, dice Putin, son un solo pueblo, “descendientes de la antigua Rus”. Admite que más adelante se fragmentaron, pero insiste en que “Moscú se convirtió en el centro de la reunificación, continuando la tradición de la antigua Rus”. La idea del “pueblo ucraniano como nación separada de los rusos”, dice, no tiene “ninguna base histórica”. Y como prueba, señala la Gran Guerra del Norte. “Solo una pequeña parte de los cosacos apoyó la rebelión de Mazepa (ndr: líder cosaco Iván Mazepa, derrotado en la Batalla de Poltava, que enfrentó a rusos y suecos en 1709)”, insiste Putin. “Personas de todos los órdenes y grados se consideraban rusas y ortodoxas”.
Los analistas han derramado océanos de tinta especulando sobre los motivos de este líder mundial tan escurridizo. ¿Es un apostador oportunista o un experto estratega? ¿Un nacionalista o un imperialista? ¿Un modernizador o un reaccionario? Pero seguramente es cuando se ve a Putin como historiador –es decir, como alguien formado por la larga historia de Rusia y consciente de su propio papel como actor en un vasto drama histórico– cuando se le ve más claramente. Hoy es muy habitual considerar que Putin es una suerte de anomalía. Creemos que el sistema internacional dominado por Occidente y basado en reglas es la norma. Occidente representa el orden y Putin el desorden. Nosotros representamos la continuidad; él representa el cambio y el caos. Pero por muy insoportable que resulte admitirlo, una visión a largo plazo sugiere que es Putin quien parece normal y nosotros quienes parecemos peculiares. Al fin y al cabo, si uno pasea por la mayoría de las ciudades europeas puede ver muchas estatuas de personas que eran muy parecidas a Vladimir Putin: gobernantes pragmáticos, despiadados y autoritarios que gobernaban con mano de hierro en su país y creían que la fuerza hacía el bien en el extranjero. Los emperadores que se sentaron en Roma, Constantinopla o incluso San Petersburgo, los reyes y comandantes que dieron forma a gran parte de la historia europea, se habrían burlado de nuestra creencia en el progreso, nuestra desaprobación de la violencia, nuestra fe idealista en la naturaleza humana y el desprecio por nuestros propios antepasados.
Por supuesto, se puede interpretar la amenaza rusa a Ucrania desde un punto de vista moral. El desvalido asediado y el bravucón prepotente; la democracia joven y tambaleante y el autócrata frío y despiadado: no es solo una buena crónica, sino que contiene un elemento considerable de verdad. Pero una de las razones por las que la respuesta de Occidente ha sido tan lastimosamente débil es que nos negamos a ver el mundo con claridad. Las naciones tienen intereses contrapuestos; no podemos ser todos amigos, y es una gran ingenuidad pretender lo contrario. No “perdimos” a Rusia en los años noventa, porque Rusia nunca fue nuestra para ganar. Los rusos son un pueblo intensamente orgulloso y patriótico, con sus propias ambiciones. Nunca iban a entrar en la OTAN, como tampoco iban a alinearse para convertirse en dóciles y obedientes miembros del Occidente democrático. Por mucho que nos digamos a nosotros mismos después de 1989, la historia no terminó con la caída del Muro de Berlín. Seguimos viviendo en un mundo de grandes potencias, de intereses enfrentados, de angustias y de ambiciones estratégicas. Tal vez, sobre todo, seguimos viviendo en un mundo de guerra.
Dominic Sandbrook, historiador británico, en Unherd
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