A finales del siglo pasado, la Iglesia se encontró ante un proceso histórico, presente ya desde hacía tiempo, pero que alcanzaba entonces su punto álgido. Factor determinante de tal proceso lo constituyó un conjunto de cambios radicales ocurridos en el campo político, económico y social, e incluso en el ámbito científico y técnico, aparte el múltiple influjo de las ideologías dominantes. Resultado de todos estos cambios había sido, en el campo político, una nueva concepción de la sociedad, del Estado y, como consecuencia, de la autoridad. Una sociedad tradicional se iba extinguiendo, mientras comenzaba a formarse otra cargada con la esperanza de nuevas libertades, pero al mismo tiempo con los peligros de nuevas formas de injusticia y de esclavitud. En el campo económico, donde confluían los descubrimientos científicos y sus aplicaciones, se había llegado progresivamente a nuevas estructuras en la producción de bienes de consumo. Había aparecido una nueva forma de propiedad, el capital, y una nueva forma de trabajo, el trabajo asalariado, caracterizado por gravosos ritmos de producción, sin la debida consideración para con el sexo, la edad o la situación familiar, y determinado únicamente por la eficiencia con vistas al incremento de los beneficios.
El trabajo se convertía de este modo en mercancía, que podía comprarse y venderse libremente en el mercado y cuyo precio era regulado por la ley de la oferta y la demanda, sin tener en cuenta el mínimo vital necesario para el sustento de la persona y de su familia. Además, el trabajador ni siquiera tenía la seguridad de llegar a vender la «propia mercancía», al estar continuamente amenazado por el desempleo, el cual, a falta de previsión social, significaba el espectro de la muerte por hambre. Consecuencia de esta transformación era «la división de la sociedad en dos clases separadas por un abismo profundo»–. Tal situación se entrelazaba con el acentuado cambio político. Y así, la teoría política entonces dominante trataba de promover la total libertad económica con leyes adecuadas o, al contrario, con una deliberada ausencia de cualquier clase de intervención. Al mismo tiempo comenzaba a surgir de forma organizada, no pocas veces violenta, otra concepción de la propiedad y de la vida económica que implicaba una nueva organización política y social. En el momento culminante de esta contraposición, cuando ya se veía claramente la gravísima injusticia de la realidad social, que se daba en muchas partes, y el peligro de una revolución favorecida por las concepciones llamadas entonces «socialistas», León XIII intervino con un documento que afrontaba de manera orgánica la «cuestión obrera». A esta encíclica habían precedido otras dedicadas preferentemente a enseñanzas de carácter político; más adelante irían apareciendo otras–. En este contexto hay que recordar en particular la encíclica Libertas praestantissimum, en la que se ponía de relieve la relación intrínseca de la libertad humana con la verdad, de manera que una libertad que rechazara vincularse con la verdad caería en el arbitrio y acabaría por someterse a las pasiones más viles y destruirse a sí misma. En efecto, ¿de dónde derivan todos los males frente a los cuales quiere reaccionar la Rerum novarum, sino de una libertad que, en la esfera de la actividad económica y social, se separa de la verdad del hombre?
…El Papa, y con él la Iglesia, lo mismo que la sociedad civil, se encontraban ante una sociedad dividida por un conflicto, tanto más duro e inhumano en cuanto que no conocía reglas ni normas. Se trataba del conflicto entre el capital y el trabajo, o —como lo llamaba la encíclica— la cuestión obrera, sobre la cual precisamente, y en los términos críticos en que entonces se planteaba, no dudó en hablar el Papa. Nos hallamos aquí ante la primera reflexión, que la encíclica nos sugiere hoy. Ante un conflicto que contraponía, como si fueran «lobos», un hombre a otro hombre, incluso en el plano de la subsistencia física de unos y la opulencia de otros, el Papa sintió el deber de intervenir en virtud de su «ministerio apostólico», esto es, de la misión recibida de Jesucristo mismo de «apacentar los corderos y las ovejas» y de «atar y desatar» en la tierra por el Reino de los cielos. Su intención era ciertamente la de restablecer la paz, razón por la cual el lector contemporáneo no puede menos de advertir la severa condena de la lucha de clases, que el Papa pronunciaba sin ambages. Pero era consciente de que la paz se edifica sobre el fundamento de la justicia: contenido esencial de la encíclica fue precisamente proclamar las condiciones fundamentales de la justicia en la coyuntura económica y social de entonces.
Extraído de la encíclica Centesimus Annus, pronunciada por el papa Juan Pablo II en ocasión del centenario de la Rerum Novarum, el 1º de mayo de 1991
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