La democracia es para nuestro país un valor inalienable que siempre nos ha caracterizado en el concierto universal de las naciones y es prenda de honor y de cuidado en todos nuestros partidos políticos.
Sin embargo, no se identifica con la institucionalidad, que no es lo mismo, puesto que esta significa el respeto más absoluto y sagrado por las instituciones, tal como están diseñadas, en todos sus aspectos en el texto constitucional.
La democracia supone un gobierno que nace de la voluntad popular expresada en elecciones libres y transparentes, la transferencia del poder que garantiza la alternancia de los partidos políticos en el manejo de la cosa pública y el respeto absoluto de las libertades individuales. Todo lo cual erigido como un principio moral de convivencia. Pero, además, el poder democrático en su ejercicio debe acatar religiosamente el orden jurídico, pues es el que organiza, legitima y limita ese ejercicio.
La Constitución de la República legitima en su parte dogmática el poder basado en la voluntad popular y lo organiza en su parte dispositiva estableciendo las instituciones republicanas que marcan la división de poderes, estableciendo la naturaleza y funciones de cada organismo.
Del mismo modo, crea entes autónomos y servicios descentralizados fijando su identidad jurídica y sus objetivos en forma clara y definida.
También limita ese poder, imponiendo la regla de que cada ente público solo puede hacer aquello para lo que fue autorizado y previsto, a diferencia del ciudadano, que puede hacer todo aquello que no le esté expresamente prohibido (art. 10 del texto constitucional)
Es en este aspecto que decimos que sin salirse del orden democrático se pueden violentar las instituciones, que es lo que ha venido haciendo el Frente Amplio, cada vez que estuvo a su cargo en el gobierno.
Que un ente autónomo como Antel edifique un gimnasio o estadio o edificio para albergar espectáculos, que costó además una suma superior a los cien millones de dólares, es algo que está fuera de sus cometidos o finalidades específicas por ser violatorio del artículo 190 de la Carta Magna que prohíbe “disponer de sus recursos para fines ajenos a sus actividades normales”. Se trató de un acto de gobierno totalmente inconstitucional, que no pudo explicarse con el débil argumento de que se trataba de una gestión con objetivos publicitarios.
También la Constitución de la República en su artículo 185 reserva para “los diversos servicios del dominio industrial y comercial del Estado “la naturaleza jurídica de conformarse como entes autónomos o servicios descentralizados. La redacción del constituyente no puede ser más clara. Sin embargo, se ha constituido por la Ley No. 19.334 un servicio descentralizado con la Fiscalía de Corte, cuyo cometido dista de ser una función vinculada al quehacer industrial o comercial del Estado.
Es más, todavía. Por una simple ley, se le ha cambiado el nombre de fiscal de Corte, que emplea el texto constitucional en su artículo 168 numeral 13, por el de fiscal general, como una innovación irregular y nada agraciada. No se entiende el cambio de la designación del alto cargo, pero mucho menos se entiende que se transforme en un servicio descentralizado, salvo si existiere el interés –claramente inconveniente– de vincularlo sometiendo su accionar a los controles del Poder Ejecutivo, según lo disponen los arts.197 y 198 de la Constitución.
La falta de acuerdo para la designación de un nuevo fiscal de Corte o fiscal general, que ya anunciábamos en una columna anterior, parece consolidarse al punto de que la actual subrogante Dra. Mónica Ferrero parece que seguirá en el cargo que viene desempeñando desde el 30 de agosto de 2024, cuando se jubiló el también subrogante Dr. Juan Gómez.
Hasta la fecha, según ha expresado el exlegislador y profesor de Derecho Constitucional Eduardo Lust, nadie se ha manifestado sobre la flagrante inconstitucionalidad de la Ley 19.334, ni siquiera la Suprema Corte de Justicia.
Pero tampoco hemos visto una mejora en el funcionamiento de la ex Fiscalía de Corte desde que es un servicio descentralizado, sino que por el contrario y ante el notorio fracaso del nuevo Código del Proceso Penal en su fallido propósito de instalar el sistema acusatorio, la Justicia Penal ha caído en un descrédito ante la opinión pública, cuya notoriedad nos exime de mayores consideraciones.
En cambio, afirmamos, que será responsabilidad del nuevo gobierno convocar a la Cátedra y dejar en manos de profesores y académicos la ímproba e imprescindible tarea de recomponer por la vía legislativa la totalidad del sistema judicial penal y en particular el Código del Proceso que disciplina esa materia.
También se informa que el Tribunal de Cuentas ha observado el gasto de la Intendencia de Montevideo en casos que suman 207 millones de dólares, lo que llama mucho la atención, pues no se compadece con el deplorable estado de una ciudad que reclama a gritos un cambio radical en sus gestores.
Como afirmamos desde el comienzo, se puede aun en democracia desoír los preceptos constitucionales imponiendo lo político sobre lo jurídico, pero la erosión de la Carta Magna nunca será aconsejable si por encima de sus sabios preceptos y sus garantías se impone la costumbre de hacer cumplir la arbitraria voluntad de los ocasionales gobernantes.