Hace unos días un grupo de conocidos periodistas realizó una rueda de prensa en el Aula Magna de la Facultad de Información y Comunicación de la Universidad de la República, en pos de crear “un escudo contra la desinformación”. Más de setenta medios de prensa escrita, radio y televisión conformaron un grupo para verificar datos de dudosa procedencia que atentan contra la calidad informativa, que deteriora el buen funcionamiento del sistema democrático. Esta coalición de medios creó un instrumento de contralor que se denomina Verificado.uy que se extenderá hasta el mes de noviembre y está centrado “en la verificación de la desinformación que afecte a la campaña electoral”.
No ponemos en duda la buena fe de la mayoría de estos comunicadores que se han sorprendido, igual que toda la población, por los bajos niveles a que llegó la tramposa agresividad de la última campaña electoral protagonizada entre partidos e internas partidarias, en aras de descalificar a los candidatos contrincantes. Hubo casos de campañas mediáticas que no se ponían de acuerdo en qué ángulo del espectro político iban a etiquetar al candidato, se lo acusaba simultáneamente de estar en la extrema derecha y a la vez en conciliábulos con la extrema izquierda.
No cabe duda que nuestra humanidad en los últimos 30 o 40 años ha sufrido una tremenda transformación en materia de medios de comunicación (mass-media). Si comparamos aquel Uruguay de no hace mucho, que solo un 10% de la población tenía acceso al teléfono, con este otro de hoy, que seguramente posee un teléfono y medio (móvil) por habitante, constatamos la universalización del nuevo instrumento de comunicación. Si tenemos en cuenta el surgimiento de las redes sociales que se han ido incorporando: facebook, twitter, instagram, whatsapp, etc., donde aparece un nuevo relacionamiento entre este animal social que se llama hombre, es evidente que cada vez es más difícil evitar que por estos caudalosos conductos por donde fluyen las alegrías y las tristezas, también se deslicen groserías, imágenes obscenas, ordinarieces de todo calibre. En ese contexto el surgimiento de lo que pretende abarcar con el término “fakes news” no es más que un corolario ineludible.
A este fenómeno, que siempre ha existido, se lo acota al término posverdad, como si fuera un apéndice del calificativo de esta civilización decadente y sin valores denominada “posmoderna”.
Verdad en una de las acepciones del diccionario de la lengua española se define como: conformidad de las cosas con el concepto que de ellas tiene la mente. Y con el agregado del pos –lo que está atrás- se insinúa que esa definición es cosa del pasado, ya fue. Y no es para menos, es una consecuencia obligatoria, en estos tiempos de triunfalismo del relativismo absoluto y del todo vale…
El diccionario de Oxford se refiere a la posverdad, como las circunstancias en que los hechos objetivos son menos importantes a la hora de modelar la opinión pública, que las apelaciones a la emoción o las creencias personales. Y es evidente que esta apelación a las emociones del ciudadano afecta mucho a la correcta actividad de difusión de los mensajes políticos, que está en la base de una democracia bien entendida.
Pero sería muy parcial pensar que la difusión de noticias falsas solo afecta a la actividad de los políticos. Estos últimos ya conocen a lo que exponen y se habla de “bajar a la arena política” en reminiscencia de los gladiadores en el Coliseo de Roma. Puede afectar si se quiere, mucho más, a la sociedad civil cuyos miembros están menos preparados para ser víctimas de la difamación o de las calumnias. O puede tener desenlaces trágicos como aquella historia de William Faulkner ambientada en el sur de Estados Unidos, como la mayoría de sus personajes, donde una mujer finge ser víctima de violación por un afro-descendiente y provoca el linchamiento de este por una enceguecida turba.
¿Y cómo ponerle un muro de contención a esa nueva realidad sin coartar la libertad elemental de la persona?
El mecanismo de lanzar a correr apreciaciones falsas con fines políticos es viejo como el Mundo.
El mecanismo de alterar la objetividad de los hechos puede estar revestido de refinadas sutilezas. Una realidad se maquilla omitiendo una palabra, cambiando otra y agregando dos comas, y hacer esto no siempre es obra de un villano o de un periodista al servicio de especuladores. A veces lo ha hecho un príncipe con talento de estadista con premeditada alevosía, como el caso de von Bismark en su famoso “telegrama de Ems” a la prensa, en Julio de 1870. Si, el “Canciller de Hierro”, buscando el conflicto armado que tenía planificado de antemano, buscando la hegemonía de su país en el universo germánico , manipula la noticia de que el Rey de Prusia de vacaciones en Bad Ems, se negó a recibir al embajador de Francia, lo que enardece el orgullo del pueblo francés, que practicamente obliga a Napoleón lll a declararle la guerra a Prusia.
Y para dimensionar hasta dónde puede llegar el impacto de una noticia periodística, arteramente distorsionada, sin caer en ningún tipo de determinismo, podríamos afirmar con total objetividad, que esta desastrosa guerra Franco- Prusiana, tan humillante para Francia, es la causa principal de la 1ª guerra mundial, que a su vez a los 20 años provoca la 2ª, como lo previó en forma profética el general Ferdinand Foch, cuando aludiendo al Tratado de Versalles manifestó: «Este no es un tratado de paz, sino un armisticio de veinte años». Veinte años y 64 días después, estalló la Segunda Guerra Mundial.
¿Cómo se mitigaría esta escalada de pos-verdades? ¿Cómo se corregiría esta tendencia del ser humano a subjetivar la realidad, apelando a la emoción ajena para lograr conclusiones diferentes de la que encierra el mensaje del otro rival, ubicándolo en las antípodas de lo que en realidad contenía?
Se ha dicho que la prostitución es el oficio más antiguo de la humanidad. Sin duda que es una apreciación un tanto arbitraria, porque no es la única.
Hablar mal del vecino o del prójimo está en la raíz del ser humano. Es la vieja historia de Caín que mató a Abel del Génesis.
Los paraísos terrenales no han existido nunca. Todas las veces que se los ha querido implantar se ha pagado un alto precio. Son las utopías que hicieron del siglo XX, tan prolifero en el despertar de las tecnologías del bienestar, un infierno de la conciencia humana.