Debería resultar redundante tener que explicitar que el aparato productivo constituye la base de una economía. Para que la economía trabaje adecuadamente, tienen que existir unidades productivas que combinen trabajo, capital y tecnología para producir bienes y servicios. Estos bienes y servicios son luego vendidos en el mercado de bienes, con cuyo producido se pagan las rentas del trabajo (salarios) y el capital (intereses y dividendos).
A estas unidades productivas se les llama empresas. Son ellas que toman las decisiones de contratar trabajadores, adquirir materias primas, obtener capital y préstamos, y muchas otras más. Además, deben cumplir con las leyes y regulaciones del país, y pagar impuestos al Estado. Todo ello implica riesgos para el empresario, que después de producir su bien o servicio, debe acudir al mercado a vender su producto, donde tiene incertidumbre respecto al precio, cantidad, condiciones y momento de la venta.
Claramente la actividad empresarial es muy compleja, y son muchos los riesgos y las cosas que pueden fallar. Es por ello que los países que han logrado llegar a estadios superiores de desarrollo buscan contribuir a mitigar los riesgos de sus empresas, no sobrecargarlas con costos y regulaciones que las rinden no competitivas en una economía globalizada.
En el mundo moderno actual, las empresas compiten dentro de una red de proveedores y clientes. Esto significa que si el producto de una empresa no es competitivo, el mercado encontrará rápidamente un sustituto. ¿Quién hubiera pensado años atrás que los uruguayos comerían carne paraguaya? Sin dudas que sería mucho más preocupante que nuestros compradores de carne en el mundo tomaran una decisión similar.
Esto sirve para ilustrar que en un mundo globalizado existe un límite a cuanto el Estado puede sobrecargar a sus empresas con sobrecostos e impuestos. Por tal motivo, las empresas son tratadas como un cristal al que hay que preservar, y los Estados desarrollados hacen todos los esfuerzos para crearles condiciones que les permitan mantener la economía funcionando. En un mundo globalizado, la cocarda es lograr vender el producto a un precio adecuado, y el premio no viene por banalidades peligrosas como la libertad de drogarse o la producción de distorsionados documentales de Netflix.
Lo cierto es que a pesar del mal concebido internacionalismo que trajeron los vientos progresistas, los países compiten. Y la verdadera competencia se da en la protección de sus empresas, lo que no debe confundirse con proteccionismo. Dada la importancia de la empresa en el centro de gravedad de la economía, no cuidarla implica poner en riesgo las fuentes de trabajo y las familias, lo mismo que a los ahorros de los ciudadanos. El capital social y organizativo que se pierde cada vez que cierra una empresa no es medido por el PBI de la misma forma que se computan los mensajes de whatsapp y que vienen manteniendo la ficción generada en Colonia y Paraguay.
En los últimos años nuestro Estado persiguió una competencia mundial por premios de variado tipo. Muchos de ellos fueron detrás de causas moralmente loables, como ser el control del cáncer o las enfermedades crónicas no transmisibles. Otras tuvieron componentes mas mediáticos, como la producción de películas y documentales, pero que esencialmente no han hecho mucho más daño que producir hartazgo en la ciudadanía.
Otras veleidades fueron más dañinas y tuvieron impactos económicos materiales , como la construcción de estadios o la compra de energía a precios exorbitantes para luego regalarla a los países vecinos.
Pero todo lo anterior tiene algo en común: nada de ello generó ningún beneficio tangible a la producción uruguaya, y peor aún fue financiado por las mismas unidades productivas que el Estado debería haber protegido.
Las empresas uruguayas vienen invirtiendo involuntariamente recursos en el Estado a través de impuestos y tarifas fuera de la realidad regional. Esos recursos no se ven reflejados en un aumento de la capacidad productiva de un país que se viene comiendo sus ovejas. Pasó bastante desapercibido en el último informe del FMI que la inversión en infraestructura del Estado es la menor en los últimos 50 años, menos de un cuarto en proporción al PBI de lo que se invertía en 1980. Por donde se la mire, la economía uruguaya se ha ido consumiendo no solo sus reservas materiales, sino también las morales.
Lo absolutamente cierto es que si permitimos que sigan cerrando empresas, no existirá recuperación posible. Esperar a que el Estado se ajuste para retornarle al sector productivo una parte de lo que se extrajo, puede tener el mismo valor de una lluvia luego que se perdió la cosecha.
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