El concepto de “populismo” es utilizado hoy día tanto en sentido peyorativo como positivo. De hecho, existen dos corrientes de populismo, ambas originadas en la época clásica, y que se han mantenido en Occidente hasta nuestros días. En la antigüedad, una de ellas era conocida como el populismo de las bases, refiriéndose a una “muchedumbre” urbana desbordada, o lo que los atenienses denominaban con desprecio ochlos y los romanos llamaban despectivamente la turba. Estos movimientos populares estaban encabezados por los llamados demagogos (“líderes del pueblo”) o, en la época romana, por los tribunos populares más radicales. Estos eran movimientos de naturaleza mayoritariamente urbana. Los manifestantes se centraban en la redistribución de la propiedad, una democratización radical, impuestos a los ricos, la cancelación de las deudas, más derechos públicos y empleos públicos. Tanto la Revolución Francesa como las revueltas europeas de 1848 recogen algunos de estos mismos temas. En la actualidad, movimientos como Occupy Wall Street, Antifa, Black Lives Matter y el fenómeno Bernie Sanders, se ubican dentro de esta misma corriente. Con frecuencia, los intelectuales urbanos, los aristócratas y las élites –desde el agitador callejero republicano romano Publius Clodius Pulcher y el jacobino Maximilien Robespierre, hasta multimillonarios actuales como George Soros y Tom Steyer– han ofrecido sustento a los manifestantes urbanos. Tal vez estos caballeros-agitadores pensaron que podían ofrecer dinero, prestigio o mayor sabiduría, canalizando y potenciando así las agendas populistas compartidas.
Los antiguos historiadores conservadores probablemente pensaron que la antítesis de ese populismo radical era el populismo “bueno” del pasado, y que se parece en muchos aspectos a lo que los comunicadores contemporáneos catalogarían como populismo “malo” del presente. Me refiero a un populismo caracterizado por la reacción de los pequeños propietarios y de las clases medias contra el poder de un Estado opresivo, la pesada carga impositiva, el internacionalismo, y la preferencia por la libertad en lugar de una igualdad mandatada desde las altas esferas. Pensemos en los hermanos Graco del siglo II a.C., en contraste con el “pan y circo” de la época imperial romana de Juvenal. Pensemos en la Revolución estadounidense en lugar de la francesa, o en el movimiento Tea Party frente a Occupy Wall Street.
Los mesoi, o ” hombres medios”, precedieron a la democracia radical ateniense, manteniéndose en desacuerdo con ella. Sin embargo, estas clases agrarias propietarias también constituyeron los responsables originales de la ciudad-estado griega y, por tanto, de la propia civilización occidental. La idea jeffersoniana de preservar la propiedad de una parcela familiar, y de transmitir las explotaciones agrícolas mediante leyes de herencia codificadas y derechos de propiedad, fueron temas considerados en las constituciones de las primeras polis. El ciudadano –ni campesino ni súbdito– permanecía arraigado a una parcela concreta y, por lo tanto, disfrutaba de los derechos tripartitos de la ciudadanía: servicio militar, derecho de voto en asamblea y capacidad de autosustento y autonomía. Los mesoi, por tanto, ofrecían estabilidad a una política consensuada que, de otro modo, a menudo se hacía muy volátil.
Historiador estadounidense Victor Davis Hanson, en “Good populism” (junio, 2018)
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