Grandes cambios han sufrido tanto la economía como el socialismo desde los tiempos de León XIII. En primer lugar, está a los ojos de todos que la estructura de la economía ha sufrido una transformación profunda. Sabéis, venerables hermanos y amados hijos, que nuestro predecesor, de feliz recordación, se refirió especialmente en su encíclica a ese tipo de economía en que se procede poniendo unos el capital y otros el trabajo, cual lo definía él mismo sirviéndose de una frase feliz: “Ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital” (Rerum novarum, 52). León XIII puso todo su empeño en ajustar este tipo de economía a las normas del recto orden, de lo que se deduce que tal economía no es condenable por sí misma. Y realmente no es viciosa por naturaleza, sino que viola el recto orden sólo cuando el capital abusa de los obreros y de la clase proletaria con la finalidad y de tal forma que los negocios e incluso toda la economía se plieguen a su exclusiva voluntad y provecho, sin tener en cuenta para nada ni la dignidad humana de los trabajadores, ni el carácter social de la economía, ni aun siquiera la misma justicia social y bien común.
Es verdad que ni aun hoy es éste el único régimen económico vigente en todas partes: existe otro, en efecto, bajo el cual vive todavía una ingente multitud de hombres, poderosa no sólo por su número, sino también por su peso, como, por ejemplo, la clase agrícola, en que la mayor parte del género humano se gana honesta y honradamente lo necesario para su sustento y bienestar. También éste tiene sus estrecheces y dificultades, que nuestro predecesor toca en no pocos lugares de su encíclica, y nosotros mismos tocamos en esta nuestra más de una vez. De todos modos, el régimen “capitalista” de la economía, por haber invadido el industrialismo todo el orbe de la tierra, se ha extendido tanto también, después de publicada la encíclica de León XIII, por todas partes, que ha llegado a invadir y penetrar la condición económica y social incluso de aquellos que viven fuera de su ámbito, imponiéndole y en cierto modo informándola con sus ventajas o desventajas, lo mismo que con sus vicios. Así, pues, atendemos al bien no sólo de aquellos que viven en regiones dominadas por el “capital” y la industria, sino en absoluto de todos los hombres, cuando dedicamos nuestra atención de una manera especial a los cambios que ha experimentado a partir de los tiempos de León XIII el régimen económico capitalista.
Salta a los ojos de todos, en primer lugar, que en nuestros tiempos no sólo se acumulan riquezas, sino que también se acumula una descomunal y tiránica potencia económica en manos de unos pocos, que la mayor parte de las veces no son dueños, sino sólo custodios y administradores de una riqueza en depósito, que ellos manejan a su voluntad y arbitrio. Dominio ejercido de la manera más tiránica por aquellos que, teniendo en sus manos el dinero y dominando sobre él, se apoderan también de las finanzas y señorean sobre el crédito, y por esta razón administran, diríase, la sangre de que vive toda la economía y tienen en sus manos, así como el alma de la misma, de tal modo que nadie puede ni aun respirar contra su voluntad. Esta acumulación de poder y de recursos, nota casi característica de la economía contemporánea, es el fruto natural de la limitada libertad de los competidores, de la que han sobrevivido sólo los más poderosos, lo que con frecuencia es tanto como decir los más violentos y los más desprovistos de conciencia. Tal acumulación de riquezas y de poder origina, a su vez, tres tipos de lucha: se lucha en primer lugar por la hegemonía económica; es rentable luego el rudo combate para adueñarse del poder público, para poder abusar de su influencia y autoridad en los conflictos económicos; finalmente, pugnan entre sí los diferentes Estados, ya porque las naciones emplean su fuerza y su política para promover cada cual los intereses económicos de sus súbditos, ya porque tratan de dirimir las controversias políticas surgidas entre las naciones, recurriendo a su poderío y recursos económicos.
Últimas consecuencias del espíritu individualista en economía, venerables hermanos y amados hijos, son esas que vosotros mismos no sólo estáis viendo, sino también padeciendo: la libre concurrencia se ha destruido a sí misma; la dictadura económica se ha adueñado del mercado libre; por consiguiente, al deseo de lucro ha sucedido la desenfrenada ambición de poderío; la economía toda se ha hecho horrendamente dura, cruel, atroz. A esto se añaden los daños gravísimos que han surgido de la deplorable mezcla y confusión entre las atribuciones y cargas del Estado y las de la economía, entre los cuales daños, uno de los más graves, se halla una cierta caída del prestigio del Estado, que, libre de todo interés de partes y atento exclusivamente al bien común a la justicia debería ocupar el elevado puesto de rector y supremo árbitro de las cosas; se hace, por el contrario, esclavo, entregado y vendido a la pasión y a las ambiciones humanas. Por lo que atañe a las naciones en sus relaciones mutuas, de una misma fuente manan dos ríos diversos: por un lado, el “nacionalismo” o también el “imperialismo económico”; del otro, el no menos funesto y execrable “internacionalismo” o “imperialismo” internacional del dinero, para el cual, donde el bien, allí la patria.
Los remedios para unos males tan enormes han sido indicados en la segunda parte de esta encíclica, donde hemos tratado doctrinalmente la materia, de modo que consideramos suficiente recordarla aquí brevemente. Puesto que el sistema actual descansa principalmente sobre el capital y el trabajo, es necesario que se conozcan y se lleven a la práctica los principios de la recta razón o de la filosofía social cristiana sobre el capital y el trabajo y su mutua coordinación. Ante todo, para evitar los escollos tanto del individualismo como del colectivismo, debe sopesarse con toda equidad y rigor el doble carácter, esto es, individual y social, del capital o dominio y del trabajo. Las relaciones mutuas entre ambos deben ser reguladas conforme a las leyes de la más estricta justicia, llamada conmutativa, con la ayuda de la caridad cristiana. La libre concurrencia, contenida dentro de límites seguros y justos, y sobre todo la dictadura económica, deben estar imprescindiblemente sometidas de una manera eficaz a la autoridad pública en todas aquellas cosas que le competen. Las instituciones públicas deben conformar toda la sociedad humana a las exigencias del bien común, o sea, a la norma de la justicia social, con lo cual ese importantísimo sector de la vida social que es la economía no podrá menos de encuadrarse dentro de un orden recto y sano.
Extraído de la Carta Encíclica “Quadragesimo Anno”, del papa Pio XI, al celebrarse el 40º aniversario de la “Rerum Novarum” del papa León XIII (Roma, 15 de mayo, 1931)
TE PUEDE INTERESAR: