En su afán por modelizar matemáticamente la economía, los economistas neoclásicos la redujeron a una interacción mecánica entre consumidores y empresas que negocian sus intereses en mercados, con el único objetivo de optimizar la utilización de recursos limitados en busca de maximizar su utilidad o riqueza. Esto permitió un gran desarrollo metodológico de la disciplina, al costo de dejar por fuera factores muy relevantes que quedaron relegados a la categoría de externalidades –una especie de rubro “varios” de la profesión–, entre ellos el político. En el proceso, la disciplina dejó de ser la economía política de Adam Smith y Stuart Mill para convertirse en economía a secas. Si en la economía política confluían las fuerzas de la eficiencia con las relaciones de poder, la pérdida de la dimensión política llevó a ignorar uno de los factores más importantes en la vida económica de cualquier comunidad o Nación.
Afortunadamente, en los últimos años la profesión económica viene retomando el camino original, más ecléctico y menos dogmático, proceso al que el desafío de la pandemia solo ha reforzado. El economista Dani Rodrik explica el dilema que se plantea con este divorcio artificial en “Hablemos claro sobre el comercio mundial” . Concretamente, el poder político requiere inmovilidad, y cualquier reforma que tienda a la eficiencia económica puede significar una reducción del poder de las élites actuales. Ahora bien, ¿qué tiene que ver esto con la lechería en Uruguay?
Durante la última campaña electoral, voces importantes de la oposición de aquel entonces reclamaban soluciones a la constante pérdida de tambos y plantas de procesamiento de leche, en una industria cada día más concentrada. Sin embargo, transcurridos veinte meses de gobierno multicolor, es poco lo que hay para exhibir en términos de planes para el desarrollo de la lechería. Es indudable que el sector se encuentra en mejores condiciones, pero esto tiene mayormente que ver con el aumento en el precio de la leche en polvo y un clima benévolo. Mientras tanto, y según afirmó hace un par de semanas a La Mañana el presidente de ANPL, para final de año desaparecerán otros cien tambos más.
Los técnicos coinciden que el problema de rentabilidad del sector se resuelve con “más leche”. Aumentando la producción, entrarían a jugar las economías de escala que permiten bajar costos unitarios y hacer más eficientes y rentables a todos los eslabones de la cadena. Esto es hoy posible en la medida que existe un exceso de capacidad industrial. Y para evitar que sigan cerrando plantas, la solución pasa porque aumente la producción de leche. Pero la dura realidad es que la mayoría de las plantas independientes no logran obtener leche en cantidad suficiente, por lo que terminan pagando una prima de precio por encima de su competidor dominante, lo que las hace aún menos rentables.
De vuelta, algunos atribuyen esta prima al “mercado”. Pero de ser así constituiría una ostensible falla, ya que el mismo producto no puede tener dos precios al mismo tiempo y en el mismo territorio. Más probablemente esta prima sea el sobreprecio que exige un productor por vender su leche a una industria cuya sobrevivencia está en riesgo. Es allí donde debería entrar el Estado, contribuyendo con un marco regulatorio que dé certezas y favorezca el buen funcionamiento del mercado.
Algunos aducen que, si existieran oportunidades de procesar más leche de forma rentable, la industria aprovecharía la coyuntura mejorando los precios y así incentivando una mayor producción, lo que contribuiría a aminorar el cierre de emprendimientos productivos. Pero como siempre, la realidad es más rica que los modelos. El exceso de capacidad no se encuentra uniformemente distribuido, sino que se observa mayoritariamente en las plantas independientes, de modo que el beneficio de una mayor producción caería asimétricamente en plantas que hoy operan con dificultades, alterando el peso relativo de las mismas dentro de la industria. Y no claramente de forma favorable hacia el actor dominante, que vería su poder económico y político algo disminuido.
Los países que avanzan y se desarrollan van adaptando el marco institucional, esas “reglas de juego” que algunos parecieran pretender que queden impresas a piedra, como si se tratara de las tablas de Moisés. En una reciente columna de este semanario, el Ing. G. Trajtenberg explicó el caso de Nueva Zelandia, que hace un par de décadas aprobó una legislación antimonopólica con el objetivo de promover un mercado competitivo que defienda a productores y consumidores. ¿Cómo lograron acotar el poder de Fonterra? Obligándola a suministrar leche a otras industrias, habilitando el libre ingreso y egreso de productores y permitiendo a sus proveedores suministrar hasta 20% de su producción a otras industrias independientes. Con ello se alinearon los incentivos, y a todos les sirve que Nueva Zelanda produzca más leche. Punto final.
Lo cierto es que a nadie le gusta perder su posición dominante. En la cima de su poder, los Rockefeller y los Carnegie contribuían a elegir gobiernos que los ayudaran a perpetuar sus privilegios; hasta que los ciudadanos se cansaron y encontraron un candidato con voluntad y poder político suficiente para detener los poderes monopólicos y terminar con la era de los “robber barons”.
A la larga, la economía y la política no pueden transitar por avenidas separadas.
TE PUEDE INTERESAR