Durkheim atribuyó a la anomia toda una serie de problemas sociales que hasta entonces se atribuían comúnmente a un mal temperamento, como la delincuencia, el abandono y el comportamiento antisocial. Durkheim creía que la anomia era algo más que una sensación de profunda dislocación derivada de los cambios asociados a la Revolución Industrial. Sostenía que la anomia se caracterizaba por lo que él llamaba la “enfermedad de la aspiración infinita”, una condición que surge cuando “no hay límites para las aspiraciones de los hombres” porque “ya no distinguen lo que es posible y lo que no lo es, lo que es justo y lo que es injusto, qué reivindicaciones y expectativas son legítimas y cuáles son inmoderadas”. No era su intención explícita, pero al apelar al “mal de la aspiración infinita”, Durkheim ofreció una visión notablemente original del problema de la escasez, diferente a la empleada por los economistas. Mientras que Adam Smith y las generaciones de economistas que le siguieron se convencieron de que siempre seríamos rehenes de unos deseos infinitos, Durkheim consideraba que verse agobiado por expectativas inalcanzables no era algo normal, sino más bien una aberración social que afloraba únicamente en tiempos de crisis y de cambios, cuando una sociedad perdía el rumbo como consecuencia de factores externos como la industrialización. Tiempos como los que él vivía.
A pesar de lo sombrío de la temática, una vena de optimismo recorre gran parte de los escritos de Durkheim, quien creía que, una vez diagnosticadas las causas de la anomia, era solo cuestión de tiempo antes que se concibiera una terapia social lo suficientemente robusta como para tratar el mal de las aspiraciones infinitas. Durkheim creía también que la sociedad estaba transitando un período de transición singular, y que con el tiempo la gente se adaptaría a la vida en la era industrial. Consideraba que, mientras tanto, la adopción de un nacionalismo benévolo –como la lealtad caballeresca que sentía hacia Francia–, y posiblemente también el establecimiento de guildas –como los antiguos collegia romanos, que proporcionarían a los agobiados urbanitas un sentido de pertenencia y comunidad–, podrían aliviar el mal de las aspiraciones infinitas.
James Suzman (antropólogo sudafricano), en “Work: a deep history, from the stone age to the age of robots”, Penguin Press (2021)
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