A partir de la Segunda Guerra Púnica (218-202 a.C.), como resultado del hecho de que todos los hombres hábiles para labrar los campos tuvieron que combatir sobre la Península Itálica, y de que el Sur de Italia se puso de parte de Aníbal, hizo la aparición en la Península Itálica el gran latifundio. Los hombres que habían servido en los ejércitos durante muchos años no se reincorporaban a los campos que, abandonados, eran vendidos a bajo precio a la oligarquía senatorial de Roma, que era la única que podía comprarlos, convirtiéndose así ésta en grandes latifundistas; al mismo tiempo esta plutocracia era la única que podía explotar todas las tierras confiscadas por el Estado romano a los partidarios de Aníbal en Italia. Simultáneamente se dan otros dos fenómenos, que contribuyen igualmente a la aparición del gran latifundio y a la concentración de gran parte de las mejores tierras de Italia en pocas manos; la pequeña explotación agrícola dejó de ser rentable, pues tierras muy fértiles, como Sicilia y el sur de España, comenzaron a enviar a los mercados itálicos grandes cantidades de cereales; en segundo lugar, se cayó en la cuenta de que era más rentable trabajar los latifundios con esclavos, a imitación de Grecia, del oriente y de Etruria, que con mano de obra asalariada y libre, que además, por las continuas guerras, escaseaba y era más cara que los esclavos, a los que solo había que vestir y alimentar pobremente. El gran latifundio trajo consigo la aparición de un numeroso proletariado campesino, en paro forzoso y hambriento, que se refugiaba en Roma y en las grandes ciudades itálicas en busca de solucionar su desastrosa situación económica; este proletariado en la práctica no tenía ninguna influencia política; de este modo se creó también un gran proletariado urbano por emigración de la gente del campo a las ciudades.
En el año 133 a. C. intentó Tiberio Graco una reforma agraria para solucionar la desastrosa situación del campesinado itálico, y diez años después la intentó Cayo. Eran hijos de Tiberio Sempronio Graco, que dejó tan buen recuerdo en España, donde hizo reparticiones de tierras a los iberos y firmó con ellos tratados que mantuvieron la Península pacificada unos 25 años. Los dos hermanos intentaron la reforma agraria desde la magistratura creada a comienzos del s. V. a. C. para defender los intereses de la plebe, llamada los “tribunos de la plebe”, magistratura que a mediados del s. II a. C. había sido “domesticada” por el senado, y no servía para los fines para los que había sido creada. La oligarquía de Roma tenía ahora las manos totalmente libres para la defensa de sus intereses y concentraba todo el poder político, religioso, económico y militar en sus manos, sin estar sometida a crítica, en este caso por los tribunos de la plebe, y de este modo se servía exclusivamente los intereses de la plutocracia, no de la mayoría de los ciudadanos romanos, que no participaban en la vida pública y cuya situación económica y social era catastrófica.
De haberse aplicado la reforma de los Gracos, no hubiera existido el duro antagonismo entre los populares y las optimates que condujo a las proscripciones de Mario y de Sila, que costó la vida y la confiscación de las tierras a multitud de romanos de ambos bandos. La reforma fracasó de momento, porque la élite de poder y de riqueza, ávida, reaccionaria e inmovilista, se negaba a aceptar cualquier reforma que indicase merma en su riqueza o en su poder político. Los Gracos intentaban una democratización del poder o de la riqueza, lo que la oligarquía romana no estaba dispuesta a aceptar. Esta aristocracia no comprendió que lo único que da estabilidad a los regímenes y a la sociedad es que la riqueza y el poder político estén repartidos.
Extraído de “Los Gracos: una gran revolución contra la plutocracia de Roma, años 133 y 123 A.C.”, José María Blázquez Martínez, catedrático emérito de la Universidad Complutense de Madrid
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