En materia de afectos y de educación el todo es más que la suma de las partes. Cuando hablamos de familia nos referimos a algo que es más, mucho más que los lazos de sangre. Hablamos del grupo de referencia, de la figura de los cuidadores, de los que cumplen la función de lazos de hermanos; hablamos de cuidado, de amor, de esperanza, de calor compartido. Y también de trabajo.
Esto no siempre se entiende y no siempre se lo defiende como es debido, pero hay que recordar que la familia es necesaria, no solamente para el crecimiento de una sociedad, sino como agente de educación de un niño en edad de desarrollo y como agente de ayuda en los tratamientos. He dicho más de una vez, en relación a las intervenciones psicológicas, que no hay terapia eficaz sin acompañamiento familiar. Y esto no es por un capricho ideológico ni una decisión arbitraria; la literatura académica basada en la evidencia ampara este postulado.
Estudios clásicos y también recientes han demostrado que en las terapias de niños con autismo –y también de niños que presentan otro tipo de dificultades tales como el déficit de atención, síndrome de Down– la terapia se ve muy beneficiada por la participación de la familia. Se verifica que las probabilidades de que se mantengan los resultados en el tiempo aumentan, que el niño experimente avances reales y por lo común estos progresos se pueden reflejar en otros ámbitos de la vida del niño tales como el hogar y la escuela. Los padres –o la función materna o paterna, es decir, aquel adulto significativo en la vida de ese niño que cumple funciones de educador y proveedor de satisfacción de necesidades– tienen un rol protagónico en el proceso terapéutico, operan como un andamio de las distintas estrategias que los profesionales trabajan en conjunto con ese infante. Algunos enfoques terapéuticos hablan de los padres como “coterapeutas” del proceso, así que, imagine el lector cuán importante es la familia en el tratamiento, cuán gravitante es su compromiso.
Por ello se necesita la colaboración constante y firme de las familias, especialmente en los momentos más difíciles del tratamiento. Cuanto más complicadas se vean las cosas, cuanta más resistencia al tratamiento oponga el niño, cuanta más dificultad exista para regular conductas desadaptativas, desafiantes o problemas en el aprendizaje o problemas de hiper o hiposensorialidad –sentir demasiado o por debajo de lo normal ciertas sensaciones–, ahí es cuando las familias más presentes deben estar. Quiero subrayar que cuando la situación fluye, hay que estar; cuando la situación se complica, hay que estar con mayor empuje, y cuando la situación parece carecer de toda posibilidad de mejoría, más que nunca, hay que estar.
El niño depende en toda su existencia de su familia, obviamente; esto se hace extensivo y merece subrayarse también en el plano del tratamiento terapéutico. Los niños, dependiendo de la gravedad de su condición o trastorno, van al profesional especialista una hora o dos por semana. En las terapias, independientemente del enfoque, los niños adquieren habilidades para la vida cotidiana, es decir, practican habilidades sociales, habilidades de función ejecutiva –como atención y memoria–, estrategias para regular el estrés, que muchas veces es la causa de conductas desafiantes y desadaptativas. Si luego de esos sesenta minutos (que a veces son cuarenta y cinco) por semana, el trabajo se pierde en el hogar porque no hay seguimiento y las conductas desadaptativas y desafiantes persisten, ¿acaso pueden extenderse los resultados a otros ámbitos? ¿Cuánto puede aprender un niño que recibe un mensaje en la consulta pero otro diferente en el hogar?
Sin duda que hay más elementos que influyen en el tratamiento y la participación de los padres: las emociones de los padres, la confianza en el tratamiento, la severidad de los síntomas, entre otros. Pero en cualquier caso es necesario destacar que no hay terapia eficaz sin acompañamiento familiar. También en este plano la familia es principal.
(*) Psicóloga, especialista en autismo.
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