Una vez más el pueblo uruguayo se ha pronunciado libre y democráticamente en las urnas. Una jornada pacífica, discursos moderados, sin estridencias y absoluta confianza en el sistema electoral. Parece trillado, pero es una sana costumbre que se ha instalado en nuestro país y que debe cuidarse con mucho esmero.
El veredicto ha sido que el Frente Amplio vuelva a ejercer el gobierno y que ninguna coalición tenga mayoría parlamentaria en ambas cámaras legislativas. Rápidamente comenzó la transición de gobierno entre el presidente en funciones y el presidente electo, con gestos republicanos que se convierten en noticia a nivel regional e internacional. Otro punto alto de madurez política e institucional.
Dirigentes políticos que a pesar de las diferencias manifiestan su disposición para trabajar en conjunto en políticas de Estado o soluciones concretas a problemas comunes de los uruguayos. Iniciativas loables, necesarias, que precisarán de continuidad y esfuerzos para que no se desmoronen al primer contratiempo.
Nuestro país requiere que este sea el marco para que se lleven adelante con seriedad las políticas de fondo. Democracia, república, políticas de Estado. Fuera de este consenso no hay nada bueno por venir. Es un camino que Uruguay ha construido a lo largo de dos siglos, con enfrentamientos, con pactos patrióticos, con buena vecindad.
Dicho esto, de poco valdría si no hay una genuina disposición del arco político para arremangarse y enfrentar algunos graves problemas que atraviesa el país desde hace bastante tiempo: la fragmentación sociocultural, el crimen organizado, la dinámica poblacional y la inserción económica.
Algunos pensarán que se necesita encadenar una serie de reformas; otros que hay que ser innovadores o incluso revolucionarios. Estarán quienes tienen la convicción de que las soluciones deben copiarse del mundo; otros que debe surgir de la realidad nacional. También los que apuntan a tener algún margen de maniobra dentro de los límites del establishment internacional; y los que proponen romper algunos vínculos de dependencia o sometimiento.
Sea cual sea el rumbo, las definiciones tácticas y estratégicas, es fundamental la cuestión de los valores que orientan a esa dirigencia política. Una dirigencia que no puede quedar minimizada a una tecnocracia ni a la aspiración a una mera gerencia del país. Que debe encarnar sentimientos de humanidad, justicia y libertad. Y que ponga el interés nacional y la concordia entre sus habitantes por encima de las diferencias.
Cuando uno analiza los debates políticos y las variadas opiniones de la gente podría concluir que hay básicamente tres supuestos que condicionan las explicaciones: continuidad; modelos opuestos; todos son lo mismo. Lo más llamativo es que según con qué escenario se sintonice parecería que los involucrados hablaran en idiomas diferentes o hasta de países distintos, agravado por el hecho que las redes sociales tienden a crear burbujas autorreferenciales para cada una.
1) Continuidad:
Según esta visión, Uruguay es una democracia robusta con gran sentido republicano, que es ejemplo para el resto del mundo. Los partidos políticos son garantes de la estabilidad y existen múltiples vasos comunicantes entre los diferentes actores que permiten la continuidad de políticas en distintas áreas. El modelo económico y social no se altera, la política tiende siempre hacia el centro y esto permite niveles de bienestar y convivencia aceptables.
No es casualidad que los principales candidatos a la Presidencia se vieran en la situación de tener que anunciar por adelantado quién iba a ser su ministro de Economía y Finanzas. Es una señal hacia adentro –del país y las internas partidarias– y hacia afuera. Tampoco que las diferencias que se agitan en campañas electorales –seguridad social, educación– luego se disuelven ante la tarea de gobernar. O que haya límites o reglas de juego no escritas en la actuación política de la Justicia.
Desde esta postura existe muchas veces la inclinación a minimizar o barrer bajo la alfombra algunos graves problemas que aquejan a la sociedad, en la medida que contradicen el inminente salto al desarrollo y puede afectar la imagen institucional del país o el clima de inversiones.
2) Modelos opuestos:
Por el contrario, otra visión sostiene que hay dos modelos en pugna que estarían representados en ambas coaliciones, la del Frente Amplio y la de la Coalición Republicana. La salud de la democracia y las instituciones dependerá de cuál sea la que ejerza el poder y del perfil más o menos radical o moderado que pueda tener el líder de turno y de los condicionamientos que le imponga su colectividad política.
Desde esta postura cualquier intento de acercamiento entre dirigentes de ambas coaliciones será observado con sospecha, acusado de oportunismo o incluso de traición. De un lado hay un proyecto de país virtuoso y del otro uno ruinoso. Se promueve un ejercicio total del control de unos a otros, de no permitir ningún apartamiento de las normas, aunque existe la inclinación a la judicialización de la política o a prácticas de escrache o intolerancia.
En estos días se ha mencionado reiteradamente la “batalla cultural” que existe de fondo y que implica una lucha por el relato histórico, por la infiltración ideológica en la educación y por el periodismo militante. Y esto lejos de ser algo negativo puede significar un estímulo para la búsqueda de la verdad, para terminar con la “dictadura del relativismo” de esta época, para promover un verdadero pluralismo y poner en marcha una laicidad positiva.
3) Todos son lo mismo:
En muchos países –y Uruguay no es la excepción– hay un fenómeno creciente de descontento con los partidos políticos e incluso con la democracia. En la medida que se vuelcan millones de dólares en campañas electorales, con financiamiento de empresas y lobbies que condicionan la actuación de los dirigentes políticos, se pone en tela de juicio hasta dónde es “libre” la decisión de los electores y cuán honesta la de los políticos en el gobierno.
Bajo esa premisa, todos los partidos políticos que aceptan estas reglas de juego pasan a ser considerados peones de un juego de intereses nacionales o extranjeros. A esto se le suman las enormes limitaciones a la soberanía de los Estados que impone un sistema internacional globalizado, con injerencia de grandes capitales trasnacionales, poderosos ejércitos y agencias de inteligencia, empresas tecnológicas, calificadoras de riesgo, etcétera.
Si bien hay mucho de la visión anarquista, ya sea en su faceta más socialista o libertaria, también coincide con posturas más nacionalistas y conservadoras. Pero sería un error pensar que se trata de solamente de grupos ideológicos o universitarios. Hay un fastidio que se ha trasladado a la calle, de gente que ve una dirigencia política inoperante, ya sea porque no se distinguen unos de otros o porque solo se dedican a pelearse entre sí.
Una fina divisoria
Seguramente hemos de encontrar puntos de coincidencia y discrepancia con cada una de estas visiones. En las tres hay aspectos a rescatar si se hace desde la prudencia y la responsabilidad.
La continuidad para avanzar en políticas de Estado, en el diálogo político, en reformas que cambien la vida de la gente. Sin claudicar a la indiferencia social, al inmovilismo, a la corrupción o a intereses ajenos.
La batalla cultural como ejercicio de la libertad y de la búsqueda de la verdad. Sin claudicar al divisionismo, la intolerancia y las prácticas contrarias a una república.
Y el cuestionamiento permanente al poder, estatal y no estatal, para que se oriente al servicio de los que más lo necesitan. Sin claudicar a la ruptura de consensos fundamentales, a la desesperanza o al lamento perpetuo.
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