Hemos dicho en anteriores oportunidades que el Código General del Proceso aprobado por Ley No. 19.293, que entró en vigor en 2017, es sin duda el peor cuerpo normativo que se ha aprobado en Uruguay.
Sin atender los consejos de la cátedra, bajo los auspicios de una subcomisión de la OEA y con el pretexto de instalar el sistema acusatorio, se aprobó un nuevo texto que cambió el proceso penal para darle la absoluta preeminencia a los fiscales y desalojar a los jueces de la administración de la Justicia. Para galvanizar el sistema, se aprobaron unas Instrucciones Generales por Ley No.19.843 obligatorias para los fiscales, que han sido copiadas fielmente del derecho comparado y que por su estilo barroco denuncian un tufillo de algún país centroamericano, incluida Colombia. Convertidas en normas de imperativa aplicación para los fiscales, esas reglas le han dado al fiscal general poderes superlativos y resultan para noventa por ciento de los casos que son absorbidos en la práctica, y que correlativamente dejan a los jueces el muy modesto papel de homologar los acuerdos en los que no intervinieron para nada.
El Partido Nacional, como socio mayoritario de la coalición gobernante, persistiendo en el error, ahora se propone aumentar el número de los procesos abreviados, elevando de cuatro a seis años la pena mínima que los autoriza a optar por esa modalidad, como único medio de “emparchar” la insuficiencia del servicio ante la imposibilidad de aumentarle los recursos. Ese error también se vincula a la resignación de conseguir del Frente Amplio los votos para designar al nuevo Fiscal de Corte, pues desde Jorge Díaz, ese alto cargo le ha sido totalmente funcional a los intereses del conglomerado izquierdista y no están dispuestos a cederlo.
Por todo eso, aunque no sea novedad para nosotros, las críticas que en su libro ha expuesto la doctora Gabriela Fossati son para destacar porque son ciertas sobre actos condenables y emergen de quien conoce de cerca los temas.
En primer lugar, la decisiva y excluyente función del doctor Jorge Díaz en la formulación del texto, desoyendo las indicaciones de la cátedra y el desacuerdo de fiscales de bien ganado prestigio como los doctores Luis Pacheco, Gustavo Zubía, Enrique Viana (hoy fallecido) y otros tantos magistrados como Homero da Costa y Luis Charles, a modo de ejemplo.
En segundo lugar, la indisimulada presión que en ejercicio de sus superpoderes el fiscal general ejercía sobre sus subordinados sin respetar su independencia técnica.
En tercer lugar, esa forma de operar del jerarca de un servicio cuya supremacía es administrativa, pero nunca técnica, determinó una división en los fiscales, entre los que aceptaban la gestión y las sugerencias del jerarca y quienes las rechazaban y mantuvieron su independencia, con la consecuencia de favores y disfavores que se traducían en traslados, sanciones, recargas de trabajo, rechazo de fundadas solicitudes, sumarios, etcétera.
En cuarto lugar, la arbitrariedad en el ejercicio de su magisterio, favoreciendo los intereses del Frente Amplio: casos de Gustavo Leal, ex director general del Ministerio del Interior de Bonomi, y ALUR, al negarle al doctor Luis Pacheco los fondos para una pericia que le permitiría avanzar en su investigación.
Y por el contrario, la desembozada persecución al general Guido Manini Ríos, puesta a cargo del fiscal Rodrigo Morosoli, a cuyo respecto expresa la autora: “Se dice que no estaba de turno y cuya actuación fue muy controvertida, por excluir como indagado al presidente Tabaré Vázquez y concentrarse exclusivamente en el afectado” (La cara oculta del sistema judicial. El poder de la manada, pág. 137).
De tal modo, la doctora Gabriela Fossati denuncia el rotundo fracaso del sistema, el excesivo empoderamiento de un cargo no elegible por la ciudadanía, fuertemente ideologizado al servicio de los intereses del Frente Amplio y una burda desnaturalización del proceso acusatorio.
Así que, si usted quiere ver un verdadero proceso acusatorio, vaya al cine o ponga Netflix y podrá ver un amplio salón (facilita la publicidad) donde desde el estrado un adusto magistrado de toga y birrete abre la sesión, dirige la audiencia en la presencia del imputado (inmediatez, o sea: le ve la cara), el fiscal, el defensor y los testigos (concentración). Escucha al fiscal, interroga a los testigos, autoriza o deniega pruebas o preguntas, sin apelación posible (oralidad) luego escucha el alegato de la defensa y la opinión del jurado en los casos que existe y dicta la sentencia o anuncia la próxima fecha para dar su veredicto.
Lo de acá, si puede darse algo parecido, pero con notorias falencias, es en los poquísimos casos en que se opte por el juicio oral.
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