Así se titulaba uno de los primeros films de Jean Renoir, que lo consagró como uno de los más cotizados maestros del séptimo arte. Rodada en 1937, fue la primera película de habla no inglesa nominada para el Oscar.
Ambientada en la Gran Guerra, toma distancia de la ruidosa cinematografía hollywoodense que prácticamente había desplazado al cine europeo que en una reiterativa temática de guerra abusaba -con trucos efectistas- del sufrimiento de las trincheras, el dolor de los heridos en combate, la destrucción de ciudades y demás escenas recargadas de suculentas historias de violencia.
Renoir en cambio se posiciona en el conflicto bélico, con una sutil trama llena de matices humanos haciendo de su historia un eficaz alegato a favor de la paz. Y lo hace tal vez en el momento más oportuno: a apenas tres años de la nueva hecatombe que se avecinaba sobre el mundo cumpliendo así la profecía del General Ferdinand Foch cuando expresó su descontento con el Tratado de Versalles con su famosa frase: “Este no es un tratado de paz, sino un armisticio de veinte años”.
Lo que fue sucediendo partir de esa primera infame conflagración armada, todo estuvo pautado por una “gran ilusión”. Cuando los contendores, ya agotados, se aproximaban al alto al fuego y pactaban un armisticio, como un castigo de lo alto, se abre un nuevo frente con rostro de tétrica pandemia, la mal llamada gripe española, que en dos años arrebata más vidas que los cuatro años de violencia bélica (40 millones de muertos). Rusia es convertida en un laboratorio de supuestas transformaciones sociales que dimana en la más grotesca tiranía que conoció la humanidad.
Como antídoto a tanta barbarie armada surge la idea de crear un organismo internacional, denominado Sociedad de las Naciones (SND) o Liga de las Naciones con sede en Ginebra, para establecer las bases para la paz futura, y a través del cual reorganizar las relaciones internacionales para que nunca más se repitiera una historia tan destructiva como fue la Primera Guerra Mundial.
Y esta experiencia mundialista fue otra gran ilusión que fracasó al igual que su creador el Tratado de Versalles.
Si bien su perfil fue minuciosamente pergeñado por el presidente de EE.UU. Woodrow Wilson, no fue aceptado por su país y la nación que como resultado de la guerra se consolidaba ya como primera potencia no se involucró en el novedoso Instituto por expresa voluntad del Congreso donde la mayoría de sus miembros desconfiaban de la idoneidad -y de la objetividad- del novel organismo ginebrino.
¡Otro manojo de arrebatadas ilusiones, donde lo peor se fue gestando en esos veinte años de estéril tregua, que denunciaba con clarividencia el Gral. Foch!
Y así llegamos a la creación de las «Naciones Unidas», aunque inspirada en la Sociedad de Naciones, la ONU se diferencia de esta tanto en su composición como en su estructura y funcionalidad.
La Sociedad de Naciones no contaba con las grandes potencias como estados miembros dificultando así el respeto mismo a su autoridad. La ONU al contar con dichas naciones recalca su propia universalidad y autoridad obligando así a los estados miembros respetar las leyes establecidas por la misma organización, evitando repercusiones importantes.
Los fundadores de la ONU, entre los cuales se encuentra Uruguay, manifestaron tener fundadas esperanzas en que esta nueva organización sirviera para prevenir nuevas guerras. Y si bien estos deseos no se han hecho realidad siempre, en muchos casos desde 1947 hasta 1991 hubo resultados a la vista positivos que mitigaron el flagelo de las contiendas armadas y preservaron muchos acuerdos en zonas conflictivas, que sin la valiosa presencia de los cuerpos de paz que administra con probada solvencia, se hubieran retrotraído a foja cero y rebrotado las violencias armadas con más vigor que en el origen de conflicto.
El gran desafío para este máximo organismo internacional es si va a seguir cumpliendo con sus objetivos fundacionales, o va a caer en la tentación de deslizarse por el abanico de los nuevos rubros digitados por ONGs que apuntan a desestructurar la composición interna de los Estados.
Y mucho más grave cuando se pretende ignorar la estructura jurídica de un organismo cuidadosamente formulado y aprobado, por 51 estados fundadores, para no lesionar la soberanía de los estados miembro. Es así que, el artículo séptimo de la Carta de la ONU indica que se abstendrá de intervenir en asuntos de jurisdicción interna de los Estados.
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