En la edición anterior de La Mañana publicamos dos columnas editoriales que despertaron un notorio interés por parte de nuestra comunidad de lectores. En “Autócratas de la libertad” se advierte del excéntrico ejercicio de la libertad que se viene observando en los países occidentales, sometidos a la ideología de la corrección política. En “La falta de igualdad de acceso a los medios limita a la democracia” se alerta sobre la amenaza de la extrema interferencia de los conglomerados económicos y mediáticos en la vida de los pueblos soberanos.
La polarización política en Estados Unidos y Europa dejó de ser, a la vista del progresismo, una alternancia simpática de distintas tendencias y liderazgos o una prueba de buena salud de la democracia, en la medida que grandes sectores de la población comenzaron a discutir algunas bases del nuevo orden impuesto en aquellas prósperas naciones. De pronto se estaba deteriorando la mismísima primera enmienda de los Estados Unidos sobre la libertad de culto y la libertad de expresión, en la medida que algunos centros de poder promueven una corriente de índole relativista, atea y revanchista.
Esa corriente se dio a través de la expansión de la cultura woke y sus revolucionarios del bienestar individual, que permeó cada vez más en las universidades. Su difusión empezó a ser generosamente financiada por fundaciones filantrópicas que responden a grandes capitalistas internacionales. La presencia de sus consignas inunda los medios de comunicación, la publicidad, las plataformas de internet, el cine o las competencias deportivas.
Una de las herramientas predilectas de esa corriente implica realizar acciones colectivas y exponer al escarnio público al que no sigue a los demás. Ya sea a los futbolistas que no se arrodillan antes de un partido, a las personas que no expresan su indignación públicamente en redes sociales frente a un determinado suceso o a los gobiernos e instituciones que evitan adherir a ciertas iniciativas ‘correctas’. La exacerbación llevó a que se propagaran ideas tan ridículas como la de destruir monumentos, expulsar profesores por disentir en ciertas valoraciones o por dejar de usar lenguaje inclusivo, o a que se prohibiera la lectura de clásicos de la literatura, entre otras barbaridades incomprensibles.
Lentamente la cultura woke y su destructiva ideología política fue fagocitando a la izquierda que tenía un genuino interés por la igualdad y por los menos favorecidos. Pero también lo hizo con la derecha honestamente preocupada por las libertades individuales. Mientras tanto, lejos de promover la fraternidad, propició en las sociedades occidentales una profunda desconfianza entre los ciudadanos, del vecino e incluso dentro del núcleo familiar. Además, al vaciar de sentido su existencia, debilitó al hombre al punto de no estar dispuesto a morir por nada ni por nadie. A lo sumo a correr ciertos riesgos o buscar actividades que generan adrenalina.
Aunque mucho se repite, casi nadie se toma en serio aquella célebre frase de Voltaire: “Podré no estar de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. La cultura de la cancelación y la censura se expandió en los países occidentales y ya comienza a formar parte de los hechos sociales, ejerciendo una coerción efectiva sobre las personas, los comunicadores y formadores de opinión.
Indudablemente la pandemia aceleró estos procesos con una discutible interpretación que pone al derecho a la información por encima del derecho de expresión. Y que niega cualquier tipo de representación, no importa si se trata del presidente de Estados Unidos, si una entidad decide censurar sus opiniones puede hacerlo, por lo tanto, lo puede hacer con cualquier persona en cualquier momento, siempre que esa entidad lo disponga.
La normalización de estos atropellos va calando en la sociedad y aparecen incluso en nuestro país periodistas que piden ‘cordón sanitario’ para algunos partidos políticos, medios de comunicación privados y públicos que anteponen intereses indefinibles al interés público en medio de una campaña electoral, o la lisa y llana censura de determinados temas o de acceso a contenidos.
Como con el cambio climático o la pandemia, la guerra en Ucrania ya anuncia una nueva ola de intolerancia y de todo tipo de señalamientos. Dejando de lado las sanciones de varios países, empresas y hasta de la FIFA contra Rusia por la invasión al territorio ucraniano, llamó mucho la atención la información que difundió la cadena alemana Deutsche Welle sobre la desvinculación del director ruso Valery Gergiev de la Filarmónica de Munich por “no distanciarse inequívocamente y sin ambigüedades de la brutal guerra de agresión”. ¿A qué punto se está llegando?
Decía Martín Aguirre en su editorial de El País días pasados: “Si algo ha empujado a Putin a lanzarse a esta aventura, es el convencimiento de que la elite occidental, inmersa en sus debates de agenda woke, es una sociedad débil y decadente, que ya no sabe ni puede defender los fundamentos democráticos y liberales que le han dado sustento. ¿Será que tiene razón?”.
Lo cierto es que, anulando los fundamentos de nuestra civilización, las actuales dirigencias de las sociedades occidentales están mostrando un rasgo autoritario que no se condice con el ideal de libertad que viene desde lo profundo de nuestras raíces. Y la libertad se pone a prueba en los momentos más difíciles.
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